En realidad, encontrarse con Cristo es una experiencia decisiva para cualquier cristiano. Benedicto XVI lo señaló con fuerza al inicio de su pontificado: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».

Es muy revelador el hecho de que el Papa Francisco haya querido recordárnoslo también desde el comienzo: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso». En este artículo deseo seguir esa invitación, siguiendo las huellas del apóstol más joven: san Juan.

El cuarto Evangelio resume con una hermosa frase la identidad del joven Juan: él era «el discípulo al que Jesús amaba». Con eso estaba todo dicho: Juan era alguien a quien Jesús amaba. A la vuelta de los años, esa convicción no se apagaría, sino que se haría aún más fuerte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (1 Jn 4,10). Esa seguridad en el amor que el Señor le tenía es lo que le hizo capaz de conservar, hasta el final de sus días, una alegría profunda y contagiosa. La misma que se respira en su Evangelio.

Y nosotros, ¿hemos experimentado un encuentro tan familiar como el del joven apóstol? Incluso si somos cristianos desde hace ya muchos años y llevamos toda la vida rezando, es bueno que nos detengamos un momento a pensar: Para mí, ¿Quién es Jesucristo? ¿Qué supone Jesucristo en mi vida, hoy y ahora? Pero antes de esta pregunta, hay otra en cierto sentido más importante, inseparable y previa: ¿Quién soy yo para Jesucristo?

En una ocasión en que le preguntaron algo parecido a san Juan Pablo II, él contestó: «Mira, tú eres un pensamiento de Dios, tú eres un latido del corazón de Dios y ha puesto su belleza en ti. Afirmar esto es como decir que tú tienes un valor, en cierto sentido, infinito, que cuentas para Dios en tu irrepetible individualidad».

Todo lo nuestro le importa, y por eso se preocupa de nosotros y nos acompaña a lo largo de toda nuestra vida, aunque muchas veces no lo notemos. ¿Quién soy entonces yo para Jesucristo? Soy su amigo, al que quiere con el amor más grande; soy un latido de su corazón. Así soy yo para Él, y eso lo cambia todo.

Si alcanzas a valorar con el corazón la belleza de este anuncio y te dejas encontrar por el Señor; si te dejas amar y salvar por Él; si entras en amistad con Él y empiezas a conversar con Cristo vivo sobre las cosas concretas de tu vida, esa será la gran experiencia, esa será la experiencia fundamental que sostendrá tu vida cristiana. Esa es también la experiencia que podrás comunicar a otros jóvenes. Francisco, Christus Vivit

El apóstol Juan se puso a buscar a Cristo, aun sin saber exactamente a quién buscaba. Sí sabía que buscaba algo que llenara su corazón. Tenía sed de una vida plena. No le parecía suficiente vivir para trabajar, para ganar dinero, para hacer lo mismo que todos… sin ver más allá del horizonte de su pequeña comarca. Tenía un corazón inquieto, y quería saciar esa inquietud.

¿Qué podemos hacer nosotros para seguir los pasos del joven apóstol? Primero, escuchar nuestro corazón inquieto. Hacerle caso cuando se muestre insatisfecho, cuando no le baste una vida mundana, cuando desee algo más que las cosas y las satisfacciones de la tierra, y acercarnos a Jesús.

Al Señor le conmueven los corazones jóvenes, inquietos. Por eso, cuando le buscamos sinceramente, Él mismo se hace el encontradizo de la manera más inesperada. Descubrir que alguien nos ama despierta en nosotros un deseo enorme de conocerle. Darnos cuenta de que hay alguien a quien le importamos, que hay alguien que nos está esperando, y que tiene la respuesta a nuestros anhelos más profundos, nos lleva a buscarle.

Buscar a Jesús y encontrarle es solo el inicio. Podremos a partir de entonces empezar a tratarle como a un amigo. Procuraremos conocerle mejor, leyendo el Evangelio, acercándonos a la Santa Misa, disfrutando de su intimidad en la Comunión, cuidándolo en quienes más lo necesitan. Procuraremos darnos a conocer, compartiendo con nuestro Amigo nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestros proyectos y nuestros fracasos. Porque eso es, después de todo, la oración: «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida).

El día que el joven Juan encontró a Jesús fue el día en que su vida cambió. Todos tenemos experiencia de la medida en que una amistad nos cambia. Por eso es lógico que los padres estén pendientes de las amistades de sus hijos. Sin darnos cuenta, la relación con nuestros amigos nos va transformando, hasta que llegamos a querer lo mismo y rechazar lo mismo. Tanto nos une la amistad, que se puede decir que los amigos comparten «una misma alma que sustenta dos cuerpos» (San Gregorio Nacianceno).

Lo mismo nos puede suceder a cada uno de nosotros: encontrar a Jesús y tratarle nos llevará a querer amar como Él ama. Descubramos también nosotros, la belleza detrás de estas llamadas del corazón, un eco de la voz de Jesús que en muchas ocasiones leemos en el Evangelio: «¡Sígueme!».

El joven apóstol, que había descubierto el amor del Señor, le acompañó junto a la Cruz. Más tarde, con el resto de los apóstoles, recibió una misión que daría forma a su vida entera: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). También nosotros, si escuchamos nuestro corazón inquieto y buscamos a Jesús, si le encontramos y le seguimos, si somos amigos suyos, descubriremos que Él cuenta con nosotros. Nos propondrá que le ayudemos, cada uno a su modo, en la Iglesia. Como un amigo que, precisamente porque nos quiere, nos propone sumarnos a un proyecto ilusionante.

Abner Xocop Chacach

Publica desde septiembre de 2019

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Joven guatemalteco estudiante de Computer Science. Soy mariano de corazón. Me gusta ver la vida de una manera alegre y positiva. Sin duda, Dios ha llenado de bendiciones mi vida.