La palabra “misterio”, según la Real Academia Española, se define como una “cosa muy recóndita, que no se puede comprender o explicar”. Así, al hablar de los misterios de Dios, entendemos que son realidades que necesitan una mirada profunda, y adentrarnos en el Corazón del Padre Bueno. Acogido por el calendario litúrgico, he querido hoy hablar contigo sobre el Misterio de la Encarnación de Jesucristo en María Santísima. Algo que los teólogos acreditan como la “obra Maestra del Espíritu Santo” y que yo particularmente acojo en mi corazón como el gran misterio del Amor.

Según Wikipedia, Obra Maestra o Magnum opus (a veces Opus magnum, del latín: ‘gran obra’) se refiere a la mejor o a la más renombrada producción de un autor, artista, o compositor.

Se refiere entonces, al pináculo de su esfuerzo, a la más alta cota de perfección en su trabajo; se refiere a la excelencia misma de sus manos, en las capacidades que pueden realizarla. Algo irrepetible en la vida de una persona.

Existen “obras maestras” como la realizada por Johann Pachelbel con su Canon en Re Mayor, quizás la mejor composición musical de todos los tiempos. Sus acordes (Re Mayor, La Mayor, Si Menor, Fa Menor Sostenido, Sol Mayor, Re Mayor, Sol Mayor, La Mayor) han influido en toda la música posterior, desde Mozart hasta los Beatles y toda una pesadilla para los estudiantes de violonchelo.

Ahora, yo te hago una pregunta: siendo Dios el arquitecto de cuanto hay, de sus obras, ¿cuál es la más grande?

Pero, ¿por qué realizo esta aclaración recién empezando este escrito? ¿A qué quiero llegar con esto? ¿Por qué llamar obra maestra al misterio de la Encarnación? Quiero hacer esta comparación, que de lejos es injusta con el Espíritu Santo, pero nos puede servir: Si el Espíritu es el pintor, María es el lienzo y Jesús la pintura realizada; si el Espíritu es el músico, María es la partitura y Jesús la Sinfonía; si el Espíritu es Dios (que lo es) que engendra el alma, María es la Madre Virgen de Dios Hijo y Jesús es el Hijo de Dios engendrado.

Y esto, querido hermano, es lo más irrepetible de la Historia del género humano: un Dios que se hace hombre. Todos nacimos, todos morimos, todos resucitaremos (para gloria eterna o condenación), pero solamente una vez y para siempre, el Verbo Eterno se encarnó en vientre materno de María y se fio de ella para abrirse a este mundo.

Cuando a un genio se le reconoce su magnífica obra, se le relaciona con un campo, con su arte y con su estilo. Pero, ¿por qué nos es tan difícil apreciar el portento de la encarnación del Hijo de Dios?

San Luis de Montfort lo diría de la siguiente manera:

Dios Padre entregó su Unigénito al mundo solamente por medio de María. Por más suspiros que hayan exhalado los patriarcas, por más ruegos que hayan elevado los profetas y santos de la antigua ley durante cuatro mil años a fin de obtener dicho tesoro, solamente María lo ha merecido y ha hallado gracia delante de Dios por la fuerza de su plegaria y la elevación de sus virtudes[1].

Añade también el santo que, Dios Espíritu Santo formó a Jesucristo en María, pero después de haberle pedido su consentimiento por medio de uno de los primeros ministros de su corte.

Está un poco difícil de entender, pero retomando el punto anterior, San Luis de Montfort nos dice que: sin lienzo no hay pintura, sin partitura no hay melodía y que sin María no hay Hijo de Dios.

Dios, Altísimo y Todopoderoso, se abaja y se entrega a su criatura, para someterse a las reglas de este mundo material y, sin dejar de ser Dios, se hace uno con nosotros, en, por y con María, a través de la acción del Espíritu Santo, quien haciendo uso del permiso voluntario y plenamente libre de su Esposa, Nuestra Señora, gesta en su vientre el don más grande, jamás dado a la humanidad.

De entrada quiero aclarar que no es un menosprecio a nuestras almas el pensar que Dios ha puesto su mejor empeño en la realización del Misterio de la Encarnación, pues también por nosotros tiene el Señor un amor individual, y de predilección. Pero la Gracia se inundó en el vientre de María, más allá de lo que nuestra pequeña mente puede conocer, en un grado tan grande que, si se lo piensa detenidamente, incluso puede hacer temblar nuestra alma y hacer vibrar el espíritu.

Se habla mucho del Fruto del Vientre, pero no del vientre que lo portó. ¿A qué se debe esto? Muchos, incluso en esta época, creen que darle su lugar a la Madre es disminuir al Hijo, cuando esto no podría ser más contrario a la fe. No está de más recordar que, todo cuanto se hizo en María fue tomando de los méritos de Cristo, y nada en este mundo es suficiente para las atenciones que se merece nuestro buen Señor.

Decir que María es la esclava del Señor, es muy poco, en comparación al sometimiento total de su voluntad a la de Dios. No hubo un espacio, ni siquiera pequeño, de su ser que no se entregara a la voluntad divina.

Sin embargo, es válido retomar que realmente, en comparación a otros personajes de la historia de la Salvación, es muy poco lo que nuestra Señora recibe de atención en la Escritura. Pero ¿por qué?

La vida de María fue oculta. Por ello, el Espíritu Santo y la Iglesia la llaman alma mater: Madre oculta y escondida. Su humildad fue tan profunda, que no hubo para Ella anhelo más firme y constante que el de ocultarse a sí misma y a todas las creaturas para ser conocida solamente de Dios.[2] También quiso ocultar el Santo Espíritu, de la vista de la Sagrada Escritura, casi todo lo referente a la Encarnación del Hijo de Dios, dentro del vientre de María, obra de sus Manos.

Esto es muy difícil de explicar, aún más en pocas líneas, pero una cosa que realmente es cierta, es que las obras de Dios, se muestran por sus frutos. Y el fruto de esta Madre es Cristo.

De hecho, para conocer a Jesús, debemos anticipadamente adentrarnos en la Madre y en la circunstancias de su origen.

El misterio de la Encarnación, el hecho por el cual el Hijo de Dios se hizo hombre (cf. Jn1,14), invita a dar una mirada a los aspectos de la humanidad de Jesús y de situarla en un marco histórico-cultural concreto.

Cualquier mujer de su época habría deseado recibir el anuncio que María recibió del Ángel. De hecho, era muy común entre las doncellas de la época de María tener pláticas de cómo sería ser la Madre del Mesías, rodeada de grandezas y glorias, todas terrenas, por haber dado a luz al libertador de Israel.

María, por el contrario, y según nos cuentan los Padres de la Iglesia, no tenía estas inclinaciones. San Ambrosio la describía así: “Era virgen. No solamente en el cuerpo, sino en el espíritu, ella cuyas astucias del pecado jamás han alterado su pureza: humilde de corazón, reflejada en sus propósitos como prudente, cuidada en sus palabras y ávida de lectura; ponía su esperanza no en la incertidumbre de sus riquezas, sino en la oración de los pobres; aplicada a la obra, reservada, tomaba por juez de su alma no al hombre, sino a Dios; no hiriendo a nadie, acogida por todos, llena de respeto por los ancianos, sin celo por los de su edad, huía de la jactancia, seguía la razón, amaba la virtud. ¿Cuándo ofendió a sus padres, aunque fuera tan sólo con su actitud? ¿Cuándo se la vio en desacuerdo con sus semejantes? ¿Cuándo rechazó al humilde con desdén, se burló del débil, rechazó al miserable? Ella sólo frecuentaba las reuniones de hombres en las que, llegada por caridad, no tenía que ruborizarse ni sufrir en su modestia. Ninguna rareza en su mirada, ninguna licencia en sus palabras, ninguna imprudencia en sus actos; nada erróneo en sus gestos, ninguna dejadez en su paso o insolencia en su voz: su actitud exterior era la imagen misma de su alma, el reflejo de su rectitud”.

No está de más decir que San Ambrosio no conoció personalmente a la Virgen María, pero su vida transcurrió en el Siglo IV, cuando los escritos de otros grandes Padres y otros testimonios estaban más vivos que nunca, los mismos que desembocaron en la declaración del concilio de Éfeso, tan solo un siglo más tarde, que afirma la Maternidad Divina de la Virgen. La figura de San Ambrosio fue particularmente crucial en este resultado.

Retomando las afirmaciones de San Ambrosio, podemos ver que no era una mujer cualquiera. De hecho, el reto de imaginarse a una persona de tal calibre resulta muy difícil para nuestro entendimiento. Sin embargo, a esto mismo se refería el Arcángel Gabriel, cuando la saluda diciendo: ¡Ave María! (San Lucas 1,28).

Podemos decir, por tanto, que lo que tanto anhelaban las doncellas de la época de María, no era su deseo. Por el contario, ella quería, con todo su corazón, servir al Señor y entregarse enteramente a Él.

En el pasaje de la Anunciación (Lucas 1,23-38), que es uno de los textos de mayor belleza en la Biblia, los estudiosos ven a una Virgen orante, pendiente y siempre atenta a la voluntad de Dios. En cierto modo, la escena parece indicar que María estaba exhorta en una oración íntima con Dios, cuando “el Ángel entró en su presencia”.

Con esto, el escritor sagrado, nos muestra el modo que Dios utiliza para revelarnos su Verdad. No es un Dios que se complace en el bullicio y en la ostentación, sino más bien pretende entrar en el silencio de nuestro corazón. https://www.tolkian.com/vida-interior/la-musica-del-silencio/

Es evidente, también, la importancia de la vida orante y perseverante. Sobre todo, es claro que cuando se está en gracia con Dios la oración se presenta limpia y pura ante Él. Si María estaba libre de todo pecado, ¡imagina el poder de aquella oración! Pidiendo el cumplimiento de la voluntad de Dios en todos, sobre todo en su pueblo, Israel. María ansiaba la venida del Mesías, porque por medio de esta promesa Dios quería hacer cumplir su voluntad, y esta Voluntad Divina era el único anhelo de María.

El Cantar de los Cantares reza así: “Mientras el rey está en su diván, mi nardo exhala su perfume.” (Cantar de los Cantares 1,12), como queriendo indicar lo exquisito y la belleza de la oración en el corazón de Dios. La oración sube, y Dios le recibe gratamente, pues “exhala” su aroma. Este Rey, en su aposento, se conmueve.

Comenta san Antonino que, en la planta del nardo, por ser planta tan pequeña y sencilla, está prefigurada la humildad de María cuyo perfume subió hasta el cielo, y desde el seno del Padre, atrajo a su seno virginal al Verbo de Dios. De modo que Dios, atraído por el perfume de esta humilde virgencita, la eligió para ser su Madre, al querer hacerse hombre para redimir al mundo. Pero Él, para que tuviera más gloria y mérito esta Madre, no quiso hacerse su Hijo sin obtener primero su consentimiento. No quiso tomar carne de ella –dice Guillermo abad– sin dar ella su asentimiento. Así, mientras estaba la humilde Virgen en su pobre casita, suspirando y rogando con ardientes deseos a Dios para que mandase al Redentor –como le fue revelado a santa Isabel, monja benedictina– llegó el arcángel Gabriel portador de la gran embajada y la saludó diciendo: “Dios te salve, María, llena de gracia; el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres”.

Dios te salve, Virgen llena de gracia, que siempre has estado llena de esa gracia más que todos los santos. El Señor está contigo porque eres tan humilde. Bendita entre todas las mujeres, pues mientras las demás incurrieron en la maldición de la culpa, tú, porque ibas a ser la Madre del Siempre Bendito, has sido y serás siempre bendita y libre de toda mancha[3].

El amado (el Espíritu Santo), en el libro de Cantar de los Cantares, se pone de pie y exclama: “Como lirio entre los cardos, así es mi amada entre las jóvenes” (Cantar de los Cantares 2,2). El lirio en el contexto de la Escritura es símbolo de vitalidad; por lo que, en este caso, es la Virgen, quien llena de vida se diferencia de las otras doncellas. Pero no hablamos de vida, como el material, sino de la vida del Espíritu.

Una vez, retirado el ángel, María debió entrar en profunda oración y como lo prometió el ángel, el Espíritu Santo descendió sobre ella. El momento profundo de la salida del Hijo desde el Seno del Padre hacia el vientre de María, había empezado.

En el momento de la Encarnación, previamente preparado por el Espíritu Santo como buen caballero, debió acontecer una comunicación de amor; como la esposa habla con el esposo, de tal manera que aquel consorte de amor, sería un reflejo de la unión perfecta de esas voluntades, permitiendo al Divino Esposo realizar su obra más magnífica en el vientre de su Amada.

La creación entera se contuvo en su dinamismo, y el cosmos debió parar ante el suceso irrepetible, como también la Cruz y la Resurrección. El plan de Dios llegaba a su plenitud en el vientre de una joven sencilla, que en apariencia ante el mundo debió ser la más pequeña, pero que iluminó con su “Sí” el camino de una humanidad entera sumida en la oscuridad.

El universo entero debió contener la respiración, al ver a su Dios sometiéndose a las leyes materiales que Él mismo había creado, todo por un Sí bien dicho.

Fue atraído, el Amado, por el dulce encanto del sonido de la melodía de sus oraciones, como amante que escucha encantado la voz de su amada y la persigue aún estando lejos, porque sabe que es ella.

María amando a su Dios, se deja amar por Él, y de este coloquio de Amor infinito ocurre la Encarnación del Hijo de Dios. Por amor a Dios y a la humanidad, María recibe del Espíritu Santo, para nosotros, el don Eterno de Dios.

Toda la obra santificante del Espíritu Santo, puso su sede en el vientre de María en el momento de la Encarnación, para que, en esa vasija pura y cristalina, el Dios-Hombre, Jesucristo, tuviera su morada; uniendo de una vez y para siempre el Cielo con la Tierra, lo Divino con lo humano, al Santo con el pecador. He ahí la grandeza de un Dios que, en toda su potencia, no tuvo que violentar la naturaleza humana, para asimilarse a ella. Esta es su Obra Maestra.

En el acontecimiento de la Encarnación encontramos el germen de todas las gracias para la humanidad, se abrió un puente, inamovible y perpetuo de gracias, que aún hoy son comunicadas de parte de Dios, por medio de María. Sin la Encarnación no habría Cruz, ni Resurrección, ni Iglesia, ni Salvación.

María lo comprendió todo y lo meditaba continuamente (San Lucas 2,51). No le era extraña ninguna de las consecuencias de aquello que estaba aconteciendo, aunque no las comprendiera. En el momento de la Encarnación nuestra Señora te amó a ti, en Jesús, haciéndote nacer en Ella antes de tu venida al mundo.

Así es, dice san Bernardo, que mientras esta Virgen inocente se hacía muy querida de Dios por su virginidad, a la vez con su humildad se hizo más digna, en cuanto puede hacerse digna una criatura, de ser la Madre de su Creador. Y lo confirma san Jerónimo diciendo que “Dios la eligió por madre suya más por su humildad que por todas las demás virtudes“. La misma Virgen lo expresó a santa Brígida al decirle: “¿Cómo hubiera merecido ser la madre de mi Señor si no hubiera reconocido mi nada y me hubiera humillado?” Y antes lo declaró en su canto humildísimo al decir: “Porque miró la humildad de su esclava… hizo en mí cosas grandes el que es Poderoso” (Lc 1, 48-49). Advierte san Lorenzo Justiniano que la Virgen Santísima no dijo “porque miró la virginidad y la inocencia”, sino sólo “porque miró la humildad”.

Y al hablar de la humildad, advierte san Francisco de Sales:

No pretendía María alabar su propia virtud de la humildad, sino que Dios se había fijado en su nada. “Humildad, es decir, nulidad” y por sólo su bondad había querido ensalzarla.[4]

En suma, dice san Agustín, que la humildad de María fue como una escalera por la que se dignó el Señor descender a la tierra y hacerse hombre en su seno.

Dios Espíritu Santo, por su parte, obraba misteriosamente ya no solo desde sí mismo, sino desde María y con María; siendo desde el momento de la Encarnación, mediadora de gracia y administradora de los dones de su Esposo.

Luego, parte donde su prima santa Isabel, a la que le responde al saludo con la exclamación del Magnificat (San Lucas 1,46-55). En una de sus homilías, San Atanasio, inspirándose en el Magnificat, canta las alabanzas de los personajes del Antiguo Testamento a la Theotokos:

Verdaderamente tu alma engrandece al Señor y tu espíritu exulta en Dios tu salvador; en el futuro te alabarán por toda la eternidad todas las generaciones (…) Te alaba Adán, llamándote madre de todos los vivientes. Te alaba Moisés al contemplarte como Arca de la Nueva Alianza, revestida de oro por todas partes. David te aclama bienaventurada, declarándote ciudad del gran Rey, ciudad del Dios de los ejércitos. También en el futuro te alabarán todas las generaciones humanas[5].

El cumplimiento de la voluntad de Dios por parte de María, atrajo para el mundo todas las gracias necesarias, por la belleza de su humildad. Y a veces olvidamos tanto este detalle. En cierto modo, tu conversión, tu caminar cristiano, está auspiciado por el Sí de María. La misma que al pie de la Cruz, conoció bien su misión: en la Encarnación dio el Sí y en el calvario lo confirmó.

El Espíritu Santo haya su gozo, junto con el Padre y el Hijo, en la bienaventuranza dedicada por la Iglesia a Nuestra Señora. A este propósito, y para concluir, San Luis de Montfort nos propone al respecto:

Es, por tanto, justo y necesario repetir con los santos: DE MARÍA NUNQUAM SATIS: María no ha sido aún alabada, ensalzada, honrada y servida como debe serlo. Merece mejores alabanzas, respeto, amor y servicio.[6]

Debemos decir también con el Espíritu Santo: Toda la gloria de la Hija del rey está en su interior (Sal 45 (44),14, Vulgata). Como si toda la gloria exterior que el cielo y la tierra le tributan a porfía fuera nada en comparación con la que recibe interiormente de su Creador, y que es desconocida de creaturas insignificantes, incapaces de penetrar el secreto de los secretos del Rey [7]

Fuentes:
[1] San Luis de Montfort. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. No.16
[2] San Luis de Montfort. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. No.2
[3] San Alfonso María de Ligorio. Las Glorias de María: Discurso cuarto: Anunciando A María.
[4] San Alfonso María de Ligorio. Las glorias de María. Discurso Cuarto, punto 1ro: “María complace a Dios en su abajamiento”.
[5] Sermo de Maria Dei Matre. San Atanasio.
[6] San Luis de Montfort. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. No.10
[7] San Luis de Montfort. Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. No.11

Edwin Vargas

Publica desde marzo de 2021

Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.