Cada año, el dos de febrero, cuarenta días después de la Navidad, se celebra en la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor. En ella se conmemora el encuentro de Cristo con su pueblo Israel, personificado en los ancianos Simeón y Ana, dos justos que esperaba la redención de Israel.

Te invito a acercarnos a los textos bíblicos que son utilizados en esta fiesta para descubrir su belleza, encontrar el sentido y la profundidad de esta celebración, que nos une con nuestros hermanos de los ritos orientales, quienes recuerdan este momento bajo el nombre del «Hypapanté», es decir, del encuentro. El evangelista Lucas nos narra en su evangelio que los padres de Jesús cumplen con la ley que indicaba un tiempo para la purificación de la mujer que había dado a luz un hijo varón y que el primogénito debía ser consagrado al Señor, como recuerdo de la salida de Egipto, en la cual Dios había preservado los primogénitos de su pueblo. Por lo cual, todo varón primogénito era consagrado al Señor y se debía pagar su “rescate”, en el caso de los pobres con un par de tórtolas.

Simeón, un anciano al cual el Espíritu de Dios le había revelado que no moriría sin ver al mesías, va al encuentro de este niño y exulta al contemplar el cumplimento de la promesa, con un canto de enorme belleza, que la Iglesia usa en su oración litúrgica de la noche, las completas.  Leamos el texto:

«Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:

-Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo,
según lo que me habías prometido,
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
al que has preparado para bien de todos los pueblos;
luz que alumbra a las naciones
y gloria de tu pueblo, Israel.

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: -Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma.

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada, y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él.» (Lc 2, 22-40) El contexto en el que María y José realizan este gesto es exactamente el de obedecer a la ley que Dios había entregado a Moisés en el Sinaí. Al mismo tiempo ocurre lo que el profeta Zacarías nos narra en la primera lectura: Con su venida Cristo purifica el culto, da plenitud y sentido real a la adoración que se rendía en el templo de Jerusalén; además, el Señor entra en el templo, hace entrada en su casa. Jesús, el hijo de Dios, entra en el templo purificándolo, haciéndolo realmente la casa de Dios.

Al mismo tiempo se nos ofrece un cuadro de belleza excepcional: un encuentro entre los dos cultos, el de la antigua alianza celebrado en el templo de Israel y el de la Nueva y Eterna alianza celebrada en el templo del cuerpo de Cristo.

Si en la antigua alianza eran los hombres quienes presentaban su primogénito a Dios, ahora en la nueva alianza, es Dios quien presenta a su primogénito a todo el pueblo de Israel, pues es la «luz de las naciones y gloria del pueblo de Israel».

Simeón y Ana representan, como se mencionó anteriormente, al pueblo de Israel que esperaba ardientemente la llegada del Mesías. Son aquellos que saben ver mas allá de las apariencias; aquellos que se dejan guiar por el espíritu del Señor, que les dirige siempre. El gozo que expresa el cántico de Simeón es fenomenal; irrumpe con un canto nuevo, y contagia la alegría de aquel que ha visto cumplidas sus esperanzas. Las primeras noticias que tenemos de esta fiesta provienen de la ciudad de Jerusalén, en la cual, en el siglo IV ya se realizaba una celebración que recordaba este momento, a través de una procesión con candelas en la mano recordando las palabras de Simeón: luz para iluminar a las naciones y gloria de su pueblo Israel. Hacia el año 450 recibió el nombre de fiesta del encuentro porque Jesús encuentra el templo y los sacerdotes, pero también al pueblo de Israel figurado en Simeón y Ana.

En Roma se tiene también noticia de esta fiesta que era celebrada con las velas (de ahí el nombre de la “Candelaria”) y la procesión, pero con el nombre de la Purificación de María, adquiriendo así un matiz mariano, que fue el que dominó en occidente para esta fiesta. Así, fue vista más como una fiesta de carácter mariano que de carácter cristológico (lo principal).

Lo recobró con la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, adquiriendo así el nombre de «Fiesta de la Presentación del Señor».

Ernesto Camarena

Publica desde febrero de 2022

Soy un religioso Pavoniano, inflamado de amor de Dios. Mexicano viviendo en Italia. Actualmente soy un estudiante de Teología. La Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia me fascinan. Me encanta leer y escribir acompañado de un buen café. «Me has llamado Amigo»