La pascua judía es la conmemoración de la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto. No obstante, para el cristiano, la pascua se reviste de otro significado, denotando el paso de la muerte a la vida.

Celebramos Pascua todos los años, después de vivir y profundizar en la  pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo; es un tiempo en el que vivenciamos la belleza de ser parte del pueblo de Dios, liberados de la esclavitud y la muerte, y que dura 50 días, concluyendo con la Solemnidad de Pentecostés.

Pero, ¿la Pascua es solo eso? Yo me atrevería a decir que la vida misma es la pascua, un paso constante de la muerte a la vida, que no termina hasta el momento en que somos llamados a la casa del Padre. Sí, la vida es pascua, nuestra existencia experimenta caótica y frecuentemente el paso de la muerte a la vida, no exclusivamente a nivel biológico con la constante muerte y renovación celular; o a nivel social, sino también en la manera en que se transforma nuestro pensamiento.

La vida es pascua precisamente porque se concibe como un camino de renuncias y esfuerzos por llegar a la tierra prometida. Pero en este camino no somos los mismos al partir y al llegar; como individuos inmersos en una realidad caótica, nos vemos constantemente frente al desafío de la adaptación, de ser individuos en salida, y por lo tanto, de ser capaces de abandonar al hombre viejo, para acoger al hombre nuevo.

Consecuentemente, la transformación más preponderante de la que somos objeto es la transformación del pensamiento, que no es más que nuestra conversión personal, consistente en hacer propios los pensamientos de Cristo (Cfr. Filipenses 4, 7; 1 Corintios 2, 16).

  ¿Quién ha conocido la forma de pensar del Señor y puede aconsejarle? Y precisamente nosotros tenemos la forma de pensar de Cristo. 1 Corintios 2, 16

La conversión, al igual que la pascua, implica ponerse en camino dejando atrás las ideas obsoletas que nos esclavizan, y que nos impiden salir de Egipto. Bastante hemos escuchado decir que la conversión siempre es un camino inacabado, debido principalmente a nuestra naturaleza herida por el pecado original, que tiende a arrastrarnos al pecado, si bien es cierto que para hacer frente a esta situación es necesario el ejercicio de nuestra voluntad, el esfuerzo, sin el apoyo de la gracia resulta estéril.

La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del Evangelio: “Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 17). Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. “La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del  hombre” (Concilio de Trento: DS 1528). CCE 1989

Las pequeñas muertes diarias también hacen de la existencia del hombre una pascua; estas no son más que todas aquellas situaciones que nos hacen morir a nuestros anhelos humanos, especialmente a aquellos que no tienen raíz en la voluntad de Dios. Son todas esas cosas que no nos permiten gozar de la belleza de ser hombres del Espíritu, y nos mantiene alienados a la carne: esas batallas cotidianas que pretenden santificarnos en lo sencillo.

El hombre verdaderamente espiritual es consciente de que esta pascua que se vivencia en lo cotidiano no es un camino sencillo, y por lo tanto no se confía exclusivamente de sus propias fuerzas. Más bien, sabe que necesita de hacerse de herramientas espirituales para salir vencedor. El mejor asistente que nos ha dejado el Hijo para este itinerario es el Espíritu Santo, el cual se nos regaló desde el momento de nuestro bautismo y Quien nos ha acompañado desde entonces, aunque muchas veces ignoremos su compañía.

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar. CCE 27

Es fundamental comprender que lo que realmente nos moviliza en el intrincado camino de la vida no es más que el anhelo del encuentro con la belleza de Quien nos espera al final. Mientras esto sucede, como dotación para el camino, tenemos el fuego del Espíritu Santo que no permitirá que nuestro corazón se congele en medio de las noches frías del alma, y en los cálidos desiertos nos saciará del agua que brota para la vida eterna. Que en nuestros labios siempre resuene: ¡ven Espíritu Santo!

María Paola Bertel

Publica desde mayo de 2019

MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.