La desesperanza es, como toda realidad espiritual, una paradoja, ya que se trata de un mal viejo y nuevo a la vez. Está desde el origen mismo del pecado y, al igual que la serpiente original, renueva siempre sus pieles según los tiempos y los espacios en donde acecha.

Es un pecado camaleónico.

En el Edén, inmediatamente luego del pecado de Adán y de Eva, surgió la vergüenza. Al darse cuenta que estaban desnudos, lo primero que hicieron fue taparse. Sin embargo, un hecho curioso es lo que sucede a continuación: Dios va al jardín, y ellos se esconden ¿De qué se esconden? De Él. Tienen miedo de mostrarse ante su presencia por la falta cometida, falta de la que ya antes el Señor les había advertido.

Luego del pecado contra la más alta Caridad, surge ya allí el atisbo del pecado de la desesperanza: luego de la falta, no confiaban en recibir perdón alguno. Sentían que ese había sido el fin y, como topos huyendo del coyote homicida, se ocultaron.

Sin embargo, Dios nos dió un mensaje de esperanza: vendrá un Mesías, un Salvador que redimirá a toda la humanidad dañada por la falta original. A la desesperanza más hedionda de la historia le siguió la noticia más luminosa y esperanzadora de todas. ¡Felix culpa!

La misma etimología proclama la esperanza intrínseca de la Palabra de Dios: “evangelio” proviene del griego εὐαγγέλιον, y significa “buena noticia”, un “mensaje feliz”.

La historia de la humanidad es un relato que comienza en gozo y cae en desgracia por la debilidad humana pero que por medio de Cristo, que asume en sí toda desgracia cometida, vuelve a elevarse hasta casi saborear el gozo final de la Nueva Jerusalén, aún pendiente. Esto Santo Tomás de Aquino lo explicó como una relación de exitus – reditus: salir de Dios y luego volver redimidos, junto con toda la Creación, hacia Él.

La esperanza es, pues, la guardia constante de la culminación del reditus en la visión beatífica del amor eterno e insondable de Dios, más allá de todo pecado y más allá de toda maldad del mundo.

Tú eres mi escondite y mi escudo; en tu palabra he puesto mi esperanza.

Salmo 119; 114

La desesperanza, en cambio, es el sueño voluntario de aquellos que, como diría Tolkien, están muy seguros de su propia capacidad de entendimiento como para ver el fin más allá de toda duda y, horrorizados ante la oscuridad, escapan a participar de la luz, y se quedan revolcándose en el fango diciendo que no son dignos del amor de Dios.

Ya hablado de esto, tenemos un cierto contexto sobre la virtud de la esperanza y su contraparte en el vicio de la desesperanza. Sin embargo, siendo este un pecado que asola tanto nuestra época, lo mejor será, lejos de exponer una aburrida y tediosa idea, dibujar una imagen.

Y esta imagen que veremos será la de Judas Iscariote, el apóstol traidor. Judas tenía una enfermedad terrible, una que ni el mismo Cristo tenía el poder de curar: un corazón cerrado.

La peor tragedia de tener cerrado el corazón no es la de estar encerrado, sino el hecho de no percatarse del encierro. Uno llega a estar a gusto en la prisión, y pinta en la celda con variopintos crayones unos hermosos arroyos artificiales rodeados de trazos de hierbas altas y animales ficticios corriendo en las praderas ficticias, con un sol de cera iluminando el cuadro de colores.

Y uno llega a pensar, así, que no hay nada más que aquel interior de la cárcel. Uno llega a pensar que la vida es la cárcel y, al modo más platónico, que las figuras son el mundo real. La belleza deja de ser algo tangible para convertirse en un mero espejismo de la mente. ¡Si tan solo alguien derribara el muro e hiciera una ventana! Una grieta es suficiente para que Cristo haga maravillas. La cera se derrite ante el fulgor del sol.

Pero de nada sirve que Cristo agriete los corazones de piedra si al mínimo temblor lo tapamos con cemento. Bueno, esto parece ridículo, pero es lo que normalmente hacemos, y lo que de forma constante realizó Judas.

Judas estuvo con Jesús, comió con Él, habló con Él, lo vió realizar milagros extraordinarios, emitir discursos de sabiduría sobrenatural, resistir vituperios inimaginables… No sólo vió sino que convivió con el mismísimo Dios, y ni siquiera así logró abrir su corazón. ¡Qué don, pero también qué tragedia es muchas veces la libertad humana! En un lado de la balanza tenemos el sol y en el otro un trozo de estiércol, y no obstante la patética disyuntiva, con mayor patetismo elegimos lo segundo.

Sin embargo, vamos a enfocarnos sobre todo en la desesperanza de Judas, consecuencia de tener el corazón cerrado. Y esta desesperanza surge especialmente en un momento crítico: luego de traicionar a Jesús.

El que está en la cueva no puede imaginarse el mundo exterior, si es que lo hay, sino como una extensión de la propia realidad. Por tanto, podemos hipotetizar (pues el alma humana no es infaliblemente sondeable para otra mente humana) que la esperanza de Judas que lo llevaba a ser discípulo de Jesús no era tanto teologal como carnal: deseaba seguir a Cristo para que una vez éste fuera rey, él pudiera ser condecorado como íntimo aliado suyo y de este modo poder vivir una vida pacífica y llena de riquezas.

Al tener un corazón cerrado, lo único que deseaba Judas era “comprar más crayones” para seguir dibujando en su celda espiritual. Tal vez con colores más variados, pero en la paleta del hombre y no en la de Dios.

Y Jesús ciertamente decepcionó a Judas, porque no seguía los planes de los hombres. No tenía ni ropas ni alimentos de rey, no deseaba lo que los reyes deseaban, no hacía lo que un heredero valioso haría ni se comportaba como un ostentoso señor habría hecho. Abogaba por el amor, la pobreza y la paz, y ese triduo se oponía radicalmente a la idea del rey conquistador, vengativo y rico que los judíos se habían hecho del Mesías prometido.

Entonces, vista esta desesperanza, tiradas por el piso todas sus ilusiones, sucedió el hecho fatídico.

Una vez que Judas entregó a Jesús, empieza el arrepentimiento, el remordimiento, la tortura interior. Satanás, que había entrado en su interior, lo empieza a atormentar, inicia su maligno juego:

(…) después de la caída (…) la flaqueza adquiere a sus ojos proporciones desmesuradas, envuelve al alma como en un manto de tristeza y de confusión que la aplasta; en cambio Dios, a quien poco antes se ofendía con toda facilidad, presumiendo un perdón fácil, aparece ahora como un vengador inexorable.

Joseph Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas

Y Judas, sin Esperanza ni Amor, no pudo soportarlo. Su final ya nos es contado por Pedro:

Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura en la que el Espíritu Santo, por boca de David, había hablado ya acerca de Judas, el que fue guía de los que prendieron a Jesús. Porque él era uno de los nuestros y obtuvo un puesto en este ministerio. Este, pues, compró un campo con el precio de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. – Y esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén de forma que el campo se llamó en su lengua Haqueldamá, es decir: “Campo de Sangre”.

Hechos de los apóstoles 1, 16 – 18

Y este trágico hecho recuerda las ya antiguas palabras de Caín:

Entonces dijo Caín a Yahveh: “Mi culpa es demasiado grande para soportarla”.

Génesis 4, 13

Muchas verdades permanecen en la sombra acerca de la figura de Judas. No podemos afirmar qué fue de él en el Juicio ni hacer críticas de valor sobre su accionar, más allá de la indiscutible inmoralidad del hecho, pues fue también Voluntad de Dios que así sucediera. Para esto conviene recordar la revelación privada de Jesús a Sor Faustina Kowalska:

Si ustedes supieran el destino de Judas abusarían de mi Misericordia.

Podemos afirmar, sin embargo, una cosa: si Judas se hubiera arrepentido, Jesús lo hubiera perdonado.

Esto se muestra, como paralelo al caso de Judas, en Pedro. Si bien él no traicionó a Jesús en tan alto grado como sí lo hizo Iscariote, aún así lo negó tres veces, como ya Jesús le había dicho que lo haría (Lc 22, 34). Pero Pedro logró volver, consiguió arrepentirse y por ese arrepentimiento fue perdonado, y sobre aquella piedra defectuosa como nosotros Cristo fundó su Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán jamás sobre ella (Mt 16,18)

No existe Esperanza sin confianza en el Amor y en la Misericordia de Dios. Dios es infinitamente Justo pero también infinitamente Misericordioso, y es en esa dicotomía que el Padre actúa en su bondad para llamar a todos sus hijos a casa.

Porque el temor y la esperanza no deben ir el uno sin la otra, pues si el temor no va acompañado de la esperanza no es temor sino desesperación; y la esperanza sin temor es presunción.

San Francisco de Sales, sermón para el IV domingo de adviento

Pero muchas veces somos tuertos y decidimos sólo ver una parte de esta verdad. Están por un lado los que abusan de la misericordia del Señor y si bien creen en Él, viven como si no existiera, sin amarlo ni amar a los demás.

Es, ciertamente, un acto de soberbia llamado presunción, pues resulta de creerse ya salvo sin necesidad alguna de mantener la Gracia de Dios.

No, los arrogantes no resisten delante de tus ojos. Detestas a todos los agentes de mal.

Salmos 5, 5

En cierto sentido la presunción puede ser llamada la “enfermedad de los fariseos”.

Luego tenemos el otro virus, el extremo opuesto de la desesperanza, que en este caso vamos a llamarla como la “enfermedad de Judas”.

Creemos que nuestro pecado es demasiado grande para que Dios pueda perdonarlo, pero lejos de maximizar nuestro pecado en realidad lo que hacemos sobre todo es minimizar a Dios. Porque nuestro pecado es una acción concreta y delimitada, como en el caso de Judas: entregó y traicionó a Jesús a su Crucificción y muerte. Tiene un inicio y un final, en base a eso puede uno arrepentirse. Sin embargo, con la desesperanza uno hace más pequeño a Dios, al punto que termina no sólo volviéndolo finito sino más finito que la misma finitud de nuestra acción que, grave como es (y ni hablar de la gravedad del acto de Judas) puede, sin embargo, ser redimida.

Por tanto, la desesperanza no es tanto una exaltación del pecado como una degradación de la Divina Bondad de Dios. Degradación sin la cual sería imposible para alguien como Judas creerse indigno en todo sentido de misericordia divina, dado que esta es por esencia omnipotente mientras haya pleno y sincero arrepentimiento.

Para hacer una cierta síntesis de lo que hemos venido diciendo, analicemos en una imagen cada uno de estos tres conceptos.

El corazón cerrado es la imagen de la prisión en la cual nos encerramos a nosotros mismos y en la cual Dios quiere irrumpir, pero que por nuestra terquedad, apenas vemos un rayo de luz, por negación de la idea del castigo o miedo a él (reminiscencia de la vergüenza del Edén) lo tapamos, creyéndonos seguros así como estamos (surgiendo de este modo el pecado de la presunción, la enfermedad de los fariseos), o indignos de salir de ella, prefiriendo hacer una “justicia” masoquista (surgiendo el pecado de la desesperanza, la enfermedad de Judas)

Pero en las sombras nos observan ansiosos los ojos del demonio, vigilando, esperando a que muramos así, encerrados y sin nunca ver la luz del sol. Y para que esto no suceda, nos llena de juguetitos: nos da muchos crayones y colores para dibujar en nuestra celda grandes y coloridos paisajes, de modo que nos olvidemos que el mundo real está afuera, y del Rey que lo gobierna.

La desesperanza, al igual que la presunción, es una enfermedad de percepción, es un síntoma de locura. El desesperanzado es un loco porque ha renunciado al horizonte del mundo, ya sea por miedo o vergüenza, para encerrarse a sí mismo en la caverna de su propio ser sufrido, donde sólo tiene de compañía a sus propios pesares y como único pasatiempo hacer dibujos patológicos en los muros recubiertos por una oscuridad perpetua.

Esta es la enfermedad de Judas, y está más cercana a nosotros de lo que parece a simple vista. Asola nuestras vidas sin que lo sepamos, pues no sólo es desesperanzado aquel que desconfía de la misericordia de Dios sino también aquél que desconfía que Dios pueda llenarlo plenamente, y siente por tanto rechazo a entregarse completamente a Él.

La desesperanza, pues, lleva no sólo a la tristeza perpetua y a la soledad sino, y en consecuencia, a la mediocridad existencial. Es un camino lento y seguro hacia la perdición.

Es muy triste que haya tanta desesperanza en un mundo tan maravilloso, y es probable que sea por ello que venden tanto las filosofías acerca del sinsentido de la vida. La gente está ansiosa por su autoencierro ontológico y necesita la certeza de que no hay nada más allá de sus muros.

(Aslan): Han elegido la astucia en lugar de la fe. Su prisión está solo en sus mentes, sin embargo, están en esa prisión; y tienen tanto miedo de ser engañados que no pueden ser sacados.

C.S.Lewis, Las Crónicas de Narnia: la Última Batalla

Entonces ¿Qué hacer? Si la enfermedad de la desesperanza es la enfermedad de Judas y ni el mismísimo Judas estando junto a Jesús pudo arrepentirse y abrirse a la esperanza ¿Cómo podríamos, nosotros, abrir los corazones de los enfermos?

Y ahí está la clave: no podemos. No podemos abrir los corazones de los demás, sólo ellos pueden hacerlo. Los desesperanzados tienen un candado del que sólo ellos poseen la llave. Y nosotros debemos actuar bajando hasta su sensibilidad y hacer ruido, ser eco de la Voz de Dios, de modo que su “yo” interior, atrapado en los muros de su propia subjetividad, pueda escuchar que hay algo más allá de aquellos muros de sombra.

Todo lo que podemos aspirar es colaborar aunque sea un poquito a que en estas personas se haga una pequeña aspillera en sus muros internos, por la cual se introduzca la luz de Dios y se disparen las saetas de su Gracia, encendidas por el fuego de su Amor.

Del resto, Dios se encarga. La luz del sol es por sí misma luminosa.

Pero ¡Cuidado! El peor error del médico (o asistente del Médico, si se quiere), es considerarse exento de sus mismos cuidados. ¿De qué sirve que intentemos ayudar a los demás a tener esperanza si no somos nosotros mismos esperanzados? Ciertamente sería contradictorio.

Claro está que no podemos ser perfectos y jamás lo seremos, pero ello no implica tirar la toalla. Ser cristiano no significa ser perfecto exactamente como Cristo sino seguir a Cristo que es perfecto para que él nos signifique a nosotros y transforme, progresivamente, nuestra existencia en un camino de Esperanza, Fe y Amor.

Este es el único sentido posible de la vida. Es el único camino por el cual podemos configurar nuestra vida y descubrir la belleza que hay en ella para poder, así, llegar a la Belleza de Dios. 

Mantengamos firme la esperanza que profesamos, porque fiel es el que hizo la promesa.

Hebreos 10, 23

Aboguemos, pues, por la Esperanza. La enfermedad de Judas sólo puede ser curada por la píldora del Amor que se manifiesta en esta virtud de la espera, depositada en Aquel que nunca defrauda y que tiene, ciertamente, infinitamente más valor que unas míseras monedas de plata.

Thiago Rodríguez Harispe

Publica desde febrero de 2022

Aunque la aventura sea loca, intento mantenerme cuerdo. Argentino. Intento poner mi corazón en las cosas de Dios. Cada tanto salgo de mi agujero hobbit y escribo cosas.