La amistad está en la raíz de todo lo bueno. Una vez que Dios crea a una persona como tú o yo, esa persona está hecha para vivir en un estado de amistad. Y, porque está hecho para ello, debe vivir a la altura de su vocación. Pero, ¿amistad con quién? La respuesta es con todos y con todo: con Dios, consigo mismo, con otras personas e incluso con la belleza que existe en el mundo natural.

La amistad es una forma de entender el verdadero sentido de la santidad y la justicia. La santidad significa amistad con Dios; la justicia se refiere a la amistad con las personas y las cosas creadas.

Esta amistad es lo que se perdió en el pecado original. En consecuencia, el hombre está ahora alienado de Dios, en conflicto consigo mismo, desconfiado de otras personas, y desconfiado de la creación debido a sus muchos peligros físicos. Cuando estas heridas dan un fruto amargo en el pecado actual, la amistad se hiere aún más. Sin embargo, estas amistades son deseadas y posibles.

Debido a los efectos del pecado original, más que la amistad en la tierra, existe la enemistad, la condición de ser enemigos. Hay muchos dispuestos a hacer la guerra, no a ser un pacificador. La belleza de la armonía ha dejado de ser prioridad y se ha dado lugar a discordias y peleas.

Cristo ya ha puesto fin al conflicto entre el hombre y Dios a través de la redención que ha obrado. Sin embargo, esta paz tiene que ser aprendida y aplicada a lo largo de la vida de una persona. Este aprendizaje tiene que ser repetido con cada nueva persona en cada nueva generación. En la forma de hacer las cosas de Dios, cada persona debe someterse a un proceso por el cual se convierte cada vez menos en un enemigo y más en un amigo de todos y de todo, excepto, por supuesto, del pecado y del mal.

Así, Cristo presenta al mundo la séptima bienaventuranza:

Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. Mateo 5, 9

Cristo promete que los que reconcilian a las personas son hijos de Dios. La paz plena se produce cuando las partes no solo no son enemigos sino que son amigos. El pacificador no es solo un mediador entre dos partes enfrentadas. El pacificador también puede ser una persona que puede estar actualmente en enemistad con otra persona, pero la belleza de la justicia transformará su corazón.

Como las otras bienaventuranzas, la de los pacificadores es un retrato de Jesucristo. El Hijo de Dios trajo la paz, reconciliando al hombre con Dios y con los demás. Cristo deseó a sus Apóstoles la paz en la última cena: “La paz les dejo, mi paz les doy; no se las doy como la da el mundo” (Juan 14, 27). La primera cosa que Cristo dijo a sus Apóstoles cuando resucitó de la muerte fue: “La paz esté con ustedes” (Juan 20, 21). Esto significa que la guerra entre todos ha terminado, pero no lo sabemos, así que no comenzamos nuestras vidas como pacificadores.

¿Cómo fomentamos la paz dentro de nuestros propios corazones? Dos maneras son la oración mental, por la cual nos hacemos amigos de Dios, y el Sacramento de la Reconciliación, en el cual nuestros pecados son perdonados y nos reconciliamos completamente con Cristo y su Iglesia. ¿No queremos llevar la paz de Cristo a los demás? La paz puede comenzar con un corazón humilde pero fuerte que se comparte con los demás. Si llevamos a los demás a Cristo, actuamos como otro Cristo y nos convertimos en un verdadero hijo de Dios.

Ser un pacificador para los demás implica trabajar para resolver las disputas y acabar con la discordia. Cualquiera de nosotros puede ser un iniciador de peleas, pero con nuestros esfuerzos de gracia y asistencia, podemos dejar de ser sembradores de peleas y convertirnos en pacificadores.

Incluso más que dejar de ser una espina en el costado de los demás, ser un pacificador significa ser un testigo de la verdad de Jesucristo. El pacificador sigue así al Maestro, amando y sirviendo humildemente a los demás como Él lo hizo.

Abner Xocop Chacach

Publica desde septiembre de 2019

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Joven guatemalteco estudiante de Computer Science. Soy mariano de corazón. Me gusta ver la vida de una manera alegre y positiva. Sin duda, Dios ha llenado de bendiciones mi vida.