Es de noche. Un padre contempla la belleza del cielo estrellado con su hija en el porche de su casa en Massachusetts. Los dos sonríen y la hija señala con el dedo Casiopea. La noche estrellada, la luz refulgente de miles de luciérnagas que quedaron pegadas en la gran red de arriba… De momento todo va bien. De repente, la mano del padre se desliza hacia lo que parece una pantalla que se interpone entre sus ojos y el cielo. Vaya. ¿Qué hace el padre con un iPad en la mano? Parece que están viendo las estrellas a través de la pantalla del dispositivo electrónico. ¿De verdad era necesario?

Es un ejemplo que podemos ver en el día a día en cualquier situación. Las redes sociales no han hecho sino incrementar el uso de las tecnologías y su implicación en todos los elementos de nuestra vida. Ciento cincuenta es la media de veces al día en la que se consulta el teléfono; la estadística es de hace unos años, supongo que para ser influencer ahora, habrá que mirarlo un poco más.

En realidad, la mayor de las veces obedece a cierta soledad que se nos hace presente; y no sin verdadera angustia. Se nos ha impuesto, curiosamente, una necesidad imperiosa de estar rodeados de “gente” las 24 horas, y buscamos refugio en el… ¡móvil!

Quizá la soledad sea una invitación a pensar.

Solos, nos da por pensar.

…Y al pensar nos damos cuenta de que efectivamente estamos solos; y como no nos soportamos nos da por asomarnos… al móvil.

¿Puede acaso alguien huir de su sombra? ¿Escapar de sí mismo? ¿Cómo vivir huyendo del propio corazón? ¿Por qué esa pretendida necesidad imperiosa?

Todos los días cuando se pone el sol suelo ir dar un paseo de un par de horas por los alrededores de donde vivo. Me encanta ver cómo la luz del sol va declinando mientras la belleza de la noche saluda y la ciudad se prepara para ir a dormir. Aprovecho para adentrarme en mi interior y pensar cómo ha ido el día, qué cosas han sucedido, qué espero de los días que están por venir… Sin teléfono. Es en gran medida un reencuentro. Es importante ya que no se trata de un ejercicio de aislamiento mordaz sino de recuperación del desgaste del día a día.

Sin pausas, entramos en una rutina voraz que echará por tierra nuestros mejores propósitos. Para conectar hay que saber desconectar.

Así es que, incapaz de desconectarse, estamos creando una sociedad idiotizada con la tecnología que vive todo el día de lo que ve a través de la pantalla, sin capacidad de pensar y por tanto sin capacidad de detenerse.

A modo de ejemplo, ¿qué es Netflix? Netflix es la edad de oro del cine desmenuzada, hecha pedazos y puesta al rebozo en un cuenco para el consumo.

Al no poder detenerse, el ser humano no puede contemplar y, si no contempla, no puede ser feliz, porque el corazón está hecho para contemplar. Nos gusta quedarnos inmóviles fijada la mirada ante un paisaje en la cima de una cumbre, ante el atardecer de una puesta de sol, un cielo surcado de brillantes estrellas o el rugido del mar en tempestad, porque se pueden contemplar, son intensamente bellos y el corazón se puede detener. Y al detenerse descansamos.

Contrasta burdamente con el ritmo desenfrenado que se lleva en las ciudades, donde el progreso se utiliza para hacer las cosas más rápido para que dé tiempo a hacer más cosas. El fin es producir. Puede verse la escala a lo largo de la planificación de toda vida humana. Los que no sirven son desechados al nacer, y los que ya han servido son quitados de en medio.

Decía Belloc que hacían falta tres generaciones de burgueses para sacar adelante un ganadero y solo una de ganaderos para operar el cambio a la vida en la ciudad.

El mundo se prostituye susurrando al oído comodidad, pero no hemos sido hechos para el lujo sino para la grandeza. Lo cierto es que estamos alcanzado ya esa ciudad que decía Benson en El Amo del Mundo. Una ciudad abocada al exilio humano en pos de producir para la administración.

Los cambios profundos son lentos y, a los efectos prácticos, imposibles, pero la decisión de cambiarse a uno mismo es irreflexiva e instantánea y nace del corazón.

No hace muchos años si no se fregaba un plato a mano se quedaba sin hacer, ahora se mete en un friegaplatos. Uno no canta mientras espera que termine el friegaplatos, pero sí que cantaba mientras fregaba y secaba los platos con su esposa. Hemos sintetizado tanto en pos de ahorrarnos esfuerzos que tenemos máquinas que saben hacerlo todo por nosotros y ya no necesitamos esforzarnos por nada. La vida es más fácil, sí, pero menos apasionante.

Al no haber esfuerzo, no hay fuerza de voluntad. Al no haber fuerza de voluntad, no hay responsabilidad. Al no haber responsabilidad, no hay compromiso.

Como resultado tenemos una generación de pusilánimes que se arrastran de un lado hacia otro en función de lo que quieran las empresas y su marketing, absorbidos por un estilo de vida que no les apasiona pero que les calla el bolsillo, mientras ven cómo pasan los mejores años de su vida, adormecidos por una vida que no merece la pena ser vivida. Cuando se quieran dar cuenta, tendrán sesenta años, estarán divorciados y habrán sido abandonados por sus hijos en una residencia, si no les ha sido ya aplicada la eutanasia porque eran un estorbo.

Esta es la sociedad que estamos creando. Este es el mundo que nos espera y a nuestros hijos.

La mayoría de los hombres viven vidas de tranquila desesperación. La tecnología está hecha para gobernar países, nos hace esclavos de los instrumentos, son una herramienta, no un fin en sí mismos.

Mientras más se acelera el proceso tecnológico más se profundiza el caos. La tecnología amplifica y propaga lo que somos. Los valores humanos estarán supeditados al sistema. La gente se adaptará, seremos reclutados por los gobiernos a fin de ajustarnos a sus planes. Todo esto lo estamos viendo ya.

La educación se ajustará a las necesidades del registro civil, las industrias se organizarán por la eficiencia de sus administraciones y no por la producción o por el tipo de trabajo que deba realizarse. Somos esclavos de un sistema humano sin verdad, que aplica la razón para alcanzar la riqueza.

Tenemos la respuesta a estos problemas donde siempre estuvo. En la belleza de las leyes de nuestro reino interior, no en las leyes de las naciones. En nuestro interior no somos esclavos de los instrumentos o del sistema, solo de los malos hábitos que nos hicieron esclavos de nuestros malos deseos.

Aun así cada uno de nosotros lleva dentro de sí un gigante dormido, al héroe de su propia conciencia. Que este gigante despierte quizá no cambie el curso de la historia, pero cambiará significativamente la suya, y la de su familia y la de las personas que estén a su alrededor.

Mientras más nos acercamos al cielo que está dentro de nosotros, más nos acercamos al alma de los otros.

Decía Chesterton que la vida es como un gran teatro. Al final a todo el mundo se le caerá la careta y se verá reflejado tal cual es. Solo nosotros podemos decidir qué hacer con el tiempo que se nos ha dado. El destino que rige los pueblos se ordena en razón de pequeñas acciones que pasan desapercibidas para la mayoría pero que suponen un gran cambio. El amor es lo que mueve el mundo. El amor entre un marido y su esposa. El amor de unos padres a sus hijos. El amor de los hermanos. Los amigos.

En una sociedad en la que cada día aúnan más los esfuerzos por cortar cualquier tipo de interrelación, toca volver a la vida sencilla, a los placeres tranquilos, al amor primero.

Cada uno nace cuando y donde le toca. Nos ha tocado vivir estos tiempos, a nosotros, con mejor o peor preparación, con mayor o menor conocimiento de la realidad, pero a nosotros. Aunque el mundo se empeñe en desvirtuar y ahogar el heroísmo, no está todo perdido. No nacemos para estar cómodos, nacemos para la grandeza.

A cada generación le salva un puñado de hombres que tienen el valor de luchar contra corriente. No defraudemos a la nuestra.

Este artículo fue publicado originalmente en el blog de su autor y se reproduce aquí con su consentimiento.

José Palomar

Publica desde marzo de 2019

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Abogado, me apasionan las humanidades. Disfruto mucho leyendo a los clásicos y fumaba en pipa. Intento vivir en presencia de Dios en mi día a día y trasportar mis pensamientos y ocurrencias a los artículos que voy escribiendo.