Cada vez que hay una despedida, cada vez que algo termina, queda una incómoda sensación de vacío. Es un sentimiento sencillamente humano.

Ese vacío, cada vez que dejas un lugar que te albergó un periodo de tiempo de tu vida, es un recordatorio de Dios que nos dice que nada en este mundo es eterno. Solo Él es eterno.

Aunque es imposible no tomarle cariño a las personas, y a los lugares, somos tan divinamente humanos que quisiéramos ver nuevamente a todos y a todo lo que amamos en la siguiente parada de nuestra vida. Pero los caminos de Dios tienen muchas direcciones. Tienen muchísimas carreteras, muchas vías de tren y numerosos vuelos. Sin embargo, todos tenemos el mismo destino y debemos de llegar en nuestro viaje a la misma parada, a la misma estación, al mismo aeropuerto y al mismo puerto. Todos ellos han de llevar al Reino. Cada quien tiene un camino. Su camino. Y hay que ser lo suficientemente valiente para decidir recorrer el propio, sin mirar atrás, llevando consigo únicamente lo necesario; ya que en cada parte de nuestro andar necesitaremos espacio para llevar aquello que nos impulsa a alcanzar nuestros sueños, que son los sueños de Dios en nosotros.

La familia, los amigos y el amor; suelen ser las principales razones que podrían obstaculizar nuestro caminar, si no son personas que quieran el bien y lo vivan; sin embargo, todos ellos son regalos de Dios, ya que, llevarlos en nuestro viaje, no puede hacer más que alentarnos a alcanzar ese sueño de la Salvación, tanto si son apoyo explícito u ocasión de apostolado y trabajo.

Contrariamente a lo que nuestra naturaleza humana nos gritaría: “no dejar ir lo que amamos”; la vida se convierte es un tiempo para valientes. El llamado de Dios es personal, y sobre Dios nadie puede imponerse.

Mientras ellos iban por el camino, uno le dijo: “Te seguiré adondequiera que vayas”. “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos,” le dijo Jesús, “pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”.

A otro le dijo: “Ven tras Mí.” Pero él contestó: “Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre”. “Deja que los muertos entierren a sus muertos,” le respondió Jesús; “pero tú, ve y anuncia por todas partes el reino de Dios”.
También otro dijo: “Te seguiré, Señor; pero primero permíteme despedirme de los de mi casa”. Pero Jesús le dijo: “Nadie, que después de poner la mano en el arado mira atrás, es apto para el reino de Dios”. Lc 9, 57-62

No romanticemos la palabra de Dios que también nos pide decisión y voluntad. Cuando esa Palabra se muestre en quienes amamos, nuestra naturaleza humana buscará explicaciones lógicas de porqué tenemos que dejar a Dios hacer su voluntad, que es a veces incomprensible para nosotros, pero que está totalmente pensada por Él, y con amor.

Afortunadamente el mismo Dios tiene el mejor consuelo y alivio para todos nosotros. Solo tenemos que tener la misma entrega de quien se va y quien “se queda”.

Nuestro Padre tiene un fin para cada uno de nosotros: Él. Cuando vivimos en una armonía en donde la entrega a Dios está en cada uno de nuestras acciones, sueños, oficios y profesiones, el camino por el cual tengamos que partir o tengamos que quedarnos será pacífico, sereno y seguro. Y la vida, poco a poco, se tornará bella donde quiera que nos encontremos. A la familia, los amigos y el amor, los podremos llevar a todos lados en nuestro corazón, sabiendo que el destino final es estar juntos por toda la eternidad, en el mismo lugar. El mismo Amor nos traerá de nuevo a casa o nos llevará más lejos de lo que nosotros pensamos.

Todo depende de nosotros, de esa decisión y voluntad; de atrevernos a mirar lo bella que es la vida con los ojos de Dios, sin miedo a perder, porque con Dios nunca perderemos, por más “ilógico” que parezca lo que nos espera.

Vivir es para valientes. Para aquellos que deciden no mirar atrás, no para nunca volver, sino para volvernos a encontrar en el lugar que Dios tiene preparado para nosotros.

Diego Quijano

Publica desde abril de 2019

Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.