Escuché en una ocasión a cierto profesor que nos decía que cometíamos un gravísimo error al designar a nuestro planeta tierra, en una suerte de sentimentalismo ecologista, como nuestra “casa común”.

Verdaderamente, ello representa una cuestión muy importante y de la que poco se habla. Hay, para empezar, una gran diferencia entre “estar” y “habitar”.

Uno siempre se está moviendo, el traslado local es parte de nuestro día a día. Vamos a la universidad, a la plaza, a la casa de un amigo, a la estación del colectivo, al bar, a la iglesia… nos desplazamos entre muchos lugares. Sin embargo, se supone que sólo habitamos uno: la propia casa.

Este hogar no es un lugar concreto sino un sitio especial al que, en teoría, amoldamos nuestro ser y en el cual tenemos experiencias vitales y memorables de nuestra vida. Allí, cada uno tiene un singular espacio de intimidad. Es una joya, un tesoro, un reino oculto cuyos aposentos están destinados única y exclusivamente a satisfacer y custodiar nuestra propia voluntad.

La propiedad no es más que el arte de la democracia. Significa que cada hombre debería tener algo que pueda formar a su imagen, tal como él está formado a la imagen del cielo.

G.K.Chesterton, en “Lo que está Mal en el Mundo”

Sin embargo, los reinos caen. Al fin y al cabo, existen las mudanzas: uno puede cambiarse de casa y parece que uno puede cambiar un hogar por otro mejor (o no). Sin embargo, esto resulta una contradicción con lo dicho antes: ¿no era que “habitar” era distinto de “estar”? Si uno habita en un determinado lugar, se supone que ése es su lugar y punto. No debería uno poder cambiarse de un lugar en el que habita a otro sitio distinto, pues el habitar implica poner la vida de uno en un determinado sitio, y no es cosa de todos los días cambiar de vida.

Esto en realidad resulta posible porque nuestro hogar, en realidad, no es nuestro hogar. Sólo “estamos” en nuestra casa, pero no la habitamos. Claro, sí, nosotros la decoramos, la amoldamos a nuestro gusto, pagamos por ella impuestos y hacemos de ella lo que se nos dé la gana.

Sin embargo, eso no refuta la paradoja sino que la amplifica. Porque habitar implica amoldar la propia vida a un sitio y no el sitio a la vida, y en este sitio hipotético nos instalamos de manera definitiva y a ese sitio le profesamos una cierta fidelidad. Cuando uno habita en un sitio, uno se amolda al lugar, pero el lugar no se amolda a uno. Sólo hay un cierto tipo de lugares que pueden ser amoldados a nuestro parecer y esos lugares son los pasajeros.

Porque uno mismo es pasajero, volátil. En consecuencia, sólo los lugares pasajeros y volátiles pueden ser adaptados a nuestro gusto porque sólo ahí hay una concordancia entre el Ser y su contexto. No hay ningún tipo de problema en colgar o descolgar un cuadro en nuestra propia habitación, porque aquel sitio es pasajero. Sin embargo, si se hiciera exactamente eso en el Musée du Louvre, unos guardias armados con una patada nada cortés nos estarían echando antes de que podamos decir: “croissant”.

¿Por qué no se puede modificar el catálogo del Louvre, pero sí nuestro museo personal? Pues porque la joya francesa nunca cambia y se mantiene siempre igual. Ése es, de hecho, su atractivo: que las cosas allí no cambian y el tiempo parece como “detenido” en épocas pasadas. Nadie va a un museo para ver las obras de los vivos sino para escuchar los testimonios de los muertos.

Sin embargo, siempre que alguien viene a nuestro “hogar”, espera encontrarse con alguien vivo en un ambiente dinámico, móvil y detalladamente cuidado. Porque las casas son el reflejo del propio yo en la tierra, son el espejo del reino de nuestro espíritu: una luz encendida implica que allí dentro hay un alma encendida. Por eso tenemos potestad sobre estos lugares, por eso podemos amoldarlos a nuestro propio yo: porque las casas son las trincheras del hombre en la milicia del mundo.

Sin embargo, sólo son eso: trincheras. Una trinchera no es un hogar sino un refugio temporal, un escudo, una excusa para mantenernos a salvo en medio de las mutaciones del mundo.

Todos los días caen “bombas” y la guerra es algo de todos los días. Casi se podría decir, en ese sentido, que el caos es monótono y constante. La casa, en cambio, es el único lugar donde podemos encontrar verdadero caos porque es el único lugar que nuestra voluntad puede moldear con total libertad.

Para un hombre corriente y trabajador, la casa no es el único lugar tranquilo en un mundo de aventura. Es el único lugar salvaje en un mundo de reglas y tareas establecidas.

G.K.Chesterton, en “Lo que está Mal en el Mundo”

La tierra no es una casa, o mejor dicho: no es una casa en el sentido verdadero de esa palabra. Puede decirse que es una casa porque podemos amoldarla a nuestro gusto, pero no es un hogar por ese mismo motivo. Pues el verdadero hogar es aquel en el cual, sin necesidad de cambiar nada, nos sentimos ya a gusto, y en el mundo nunca nos sentimos así.

No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo – la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas – no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.

1 Juan 2, 15-17

Siempre nos falta algo, siempre estamos cambiando las cosas. Siempre necesitamos explotar, modificar, trasladar los objetos de su orden para satisfacernos. Dios encomendó a Adán y Eva que “sometan” a la tierra, no que la modificasen, pues la tierra ya estaba bien así como estaba. Porque el Edén no era sólo una casa: el Edén era un hogar y lo hemos perdido.

Eso es lo que somos, ni más ni menos: desterrados, expatriados, viajeros del mundo, homo viators. Hemos dejado de habitarlo y ahora sólo “estamos” en él, pero sin pertenecer a él.

Aún nos pertenece el mundo en cuanto capital pero no como patrimonio, pues la “tierra de nuestros padres”, que en un principio les había pertenecido legítimamente a ellos, les ha sido desheredada desde el momento en que, teniendo todos los frutos del mundo, eligieron tomar el que no se podía.

Tenían todo lo necesario para subsistir felizmente, pero no se conformaron con el hogar: quisieron una casa que pudieran amoldar a su gusto, sin límites. Quisieron ser como dioses, y por ello su propia tierra se les ha vuelto en contra.

La Creación se ha vuelto ahora para el hombre una mera materia prima, no un inmueble. En definitiva, erróneo es considerarla como una “casa” común. Más exacto sería considerarla como un “camino” común.

Y efectivamente debemos cuidar este camino, sí, pues la gente tropieza cuando una vía tiene pozos y muchas veces, debido a un mal traspié en el camino, muchos frutos terminan perdiéndose en sus recovecos y muchas personas no logran seguir caminando tan certeramente por la senda que se les estaba prevista debido a las malas condiciones que se les ha otorgado por culpa de la negligencia humana.

Nuestro deber no es el de “instalarnos” en el mundo como si fuera nuestra casa sino alizar lo más posible este camino para que nuestros hijos y nietos transiten en él sin mayor complicación, pues ya suficientes problemas hay en la vida del espíritu como para que también deba haberlos en la material.

Esto es válido, sí, y un deber. Es necesario, pero algo muy distinto es pretender instalarse en la tierra como si fuera un hogar.

Es un grave peligro por el simple hecho de que cualquier exiliado cuyo amor por la Patria sea verdaderamente legítimo no desea nada más que una casa humilde, una simple casita dentro de su Patria y la prefiere mil veces antes que la mansión más exorbitante dentro un país ajeno que le desagrade. Es más satisfactorio tener un reloj de aguja que funcione antes que cien relojes digitales sin baterías.

El hombre busca algo que lo sacie y que funcione, y sólo funciona aquello que es (o, más bien, intenta ser en este teatro de sombras) un reflejo del Edén. Y el hombre amó el Edén y admiraba el Edén, y sólo algo que ame y admire puede ser reflejo de ello y sólo algo con esas características puede engendrar el verdadero patriotismo (de ahí que hoy en día, donde todo es capital, la principal actitud que se ha perdido respecto de la Creación sea la contemplación).

El error de los cosmopolitas fue, justamente, considerar a la tierra como un hogar: por considerar a todos los países como miembros desmembrados de una misma gran patria, eliminaron el concepto mismo de patria. Si todo es hogar, entonces nada lo es. Si todos habitamos un mismo hogar, nadie habita en realidad en ningún lado. Si la Mona Lisa cuelga de todas las casas, el Louvre pierde todo atractivo.

No, no tenemos hogar en la tierra, dejemos de intentar convencernos al respecto. Algún día moriremos, no nos afiancemos en las cosas del mundo. Los cuadros se corromperán, los nombres se olvidarán, las caras se desdibujarán y las hojas morirán.

Nada hay en el mundo que permanezca en pie, todo está sujeto al movimiento y a la mutación. Nada de esto puede ser un hogar pues un hogar es aquello que se mantiene firme en medio del cambio, aquello que no se desdibuja en medio de las tempestades. Una trinchera, sin embargo, cambia con cada explosión. Ante cada montículo de tierra que cae los hombres construyen otro, y así sucesivamente. Luego de unas diez explosiones la trinchera de antes ya no es la misma trinchera y vuelve a aparecer entonces, traducido en térrea metáfora, el dilema de Heráclito.

Debemos buscar aquel sitio donde los valores no mueren y donde los basamentos no ceden ante el movimiento del cosmos. Debemos encontrar aquel sitio donde no cambien las cosas por las que vale la pena vivir. Debemos identificar aquel lugar en donde el Bien, la Verdad y la Belleza se identifiquen, donde no se disuelvan y se mantengan firmes.

Pero eso no se encuentra en las grandes mansiones, donde las máscaras ocultan la podredumbre de los hombres. En este mundo no encontramos el reflejo de aquel Hogar en los lugares sino en las personas. Una familia puede mudarse de casa, sí, pero porque la casa no era su hogar. Ellos mismos son su propio hogar, lo llevan en sus corazones, en aquel cofre inexpugnable cuya llave sólo cierta persona posee.

La familia lleva su hogar en el corazón de sus miembros, en su pecho porta el exiliado a su Patria, en las entrañas lleva el soldado el firme recuerdo de sus amores. Todos estos son deseos humanos que nunca terminan por saciarse. Todos tienen el atisbo de aquel Hogar en sus entrañas porque están todos, de una u otra forma, en camino a él. Todos estos corazones son sendas particulares que convergen, al fin y al cabo, en un solo punto universal.

Para aquellos escogidos y prudentes, para aquellos que aman de verdadero corazón, allí al final está el camino al verdadero hogar.

Es un camino más rico que el de las mansiones, más pobre que el de los sufridos. Es un Camino, es la Vida, es la Verdad. Allí está, por encima de todos los males del mundo. Allí arriba, lejos de los cambios que aquí, en la guerra, suceden.

Está allí, firme, constante, justo en el lugar en donde sale el sol.

Allí se elevan los andamios, allí están los únicos basamentos que nunca han sido derrotados: un tronco vertical unido a uno horizontal.

He aquí la señal definitiva, la gran rosa de los vientos que se abre a todos los viajeros del mundo.

He aquí la Cruz, el verdadero camino a casa.

Thiago Rodríguez Harispe

Publica desde febrero de 2022

Aunque la aventura sea loca, intento mantenerme cuerdo. Argentino. Intento poner mi corazón en las cosas de Dios. Cada tanto salgo de mi agujero hobbit y escribo cosas.