Querido lector, el Sábado Santo te propongo imitar al discípulo amado, que al verse sin Jesús volvió su mirada a la madre y se quedó aguardando con ella. Miremos a María que en este día se encuentra silente y con una belleza llena de dolor.

María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Lucas 2,19

La Madre de la Iglesia es también madre del silencio y de la contemplación. Ella guarda y medita la Palabra de Dios para ver en todos los momentos de su vida la divina voluntad, y cumplirla perfectamente. En esto, como en todo, es madre y maestra para los hombres.

Este es un día de soledad absoluta, de desamparo. En este silencio, más amargo que todos los otros, cuando María se ve privada de la Palabra de Dios porque el que es la Palabra se encuentra muerto y sepultado en la roca, ella sigue siendo maestra de escucha.

En ese profundo dolor… dolor de madre… dolor de amor como nunca nadie volvió a sentir en la tierra, porque nunca nadie volvió a amar como María ama a su Hijo. Ella nunca pierde la esperanza; el Sábado Santo es un día de dolorosa espera. No sabe cómo, no sabe cuándo, pero la constante meditación de la palabra y su unión profunda y cotidiana con Dios, le hacían ver con claridad y confiar en que la muerte no era lo último. Porque no hay silencio, ni siquiera el sepulcral, que ponga punto final a la Palabra eterna de Dios.

María, Madre de la esperanza en la noche del dolor.

Esto, ¿qué nos enseña a nosotros Hoy? Vivimos la Semana Santa como una película que vimos ya muchas veces y que, por mas que sea triste, ya no nos conmueve porque sabemos que tiene final feliz. ¡No podemos vivirla así! Debemos hacer el esfuerzo de acompañar a María en la desolación y el silencio del sepulcro, porque en nuestra vida hay mucha muerte y mucho sepulcro.

Vivir con María estos dolores profundos y cotidianos nos enseña a vivir el dolor, la pérdida y la dificultad con esperanza; que no quita el dolor pero sí lo resignifica, lo carga de sentido y nos da la fuerza para seguir adelante hasta que llegue la alegría del Domingo. El dolor del Sábado Santo es cotidiano en la vida del hombre (como también debe serlo la alegría pascual). Está presente en la muerte de un familiar o ser querido, pero también en las frustraciones y dificultades más pequeñas; en un grito de tu jefe, en una pelea con tu pareja, en el sentimiento de estar estancado, en un examen desaprobado, en una mala situación económica, en un vicio que sentimos imposible de vencer, etc.

En las miles de diarias situaciones que nos ponen frente a la puerta de la desesperanza, que nos intentan esconder y callar la voz de Dios que luchamos por escuchar en nuestro día a día. En todas esas cosas está la agónica tristeza sabatina. Pero si vivimos con María, la desesperanza no tiene lugar; y el silencio de Dios siempre se rompe, al fin, por su sobreabundante Palabra de Amor que vuelve a colmarnos en el Domingo.

Esta es la misteriosa belleza de la Pascua: que Cristo nos invita a sufrir y morir con Él, para resucitar, con él, a una vida nueva. Ese es el bello misterio que María supo acoger en su corazón durante su vida terrena, y que le mereció la más grande gloria en el cielo. Tanto amó a Cristo que se unió con él en el dolor, en la muerte y también en la vida eterna.

Te pido Madre que nos ayudes e Sábado Santo a vivir contigo los dolores y soledades de la vida. Para que, como tú, nunca perdamos la esperanza, y resucitemos a una vida nueva en Cristo, en el gran júbilo Pascual.

Santiago Rodriguez Barnes

Publica desde febrero de 2022

Soy un joven católico y Argentino, estudiante de Letras y Filosofía. Actualmente soy miembro de un movimiento de la Iglesia llamado FASTA que se dedica a la evangelización de la familia, la cultura y la juventud.