No sabemos quiénes somos.

Puede que nos extrañe esta afirmación a primera vista, pero es una verdad fundamental en los hombres que ninguno conoce su propia identidad. Es relativamente fácil de verificar. Imaginemos un diálogo entre ustedes y yo, en el cual me formulan la fatídica pregunta: “¿Quién eres?”.

Yo podría responder: “Soy Thiago”. Sin embargo, eso es incorrecto. Yo no soy Thiago. Thiago es mi nombre (uno que, por cierto, no escogí, sino que me fue dado obligadamente). Yo soy denominado con esa palabra, pero no soy eso. Mi ser no es la unión articulada de esas letras, mi personalidad no está contenida en esa expresión.

No soy Thiago. Yo soy, y me llaman Thiago.

En otro caso, podría en su lugar responder: “Soy un hombre”. Sin embargo, aunque efectivamente yo sea un ser humano, continúa sin ser la respuesta. La pregunta es “quién” soy, no “qué”. Decir lo que soy cuando la pregunta exige quién soy es como si le preguntáramos a un artista: “¿Qué has pintado en este cuadro?”, y él nos respondiese: “Colores”.

Otra respuesta posible es: “Soy un Hijo de Dios, un hombre al que llaman Thiago”. Sin embargo, tampoco esto contesta a la pregunta. Todos somos Hijos de Dios, todos somos humanos y a todos nos llaman de una determinada manera. No hay algo exclusivo e identitario en dicha respuesta.

Porque, al fin y al cabo ¿Qué es la identidad sino aquella configuración esencial que articula todo nuestro Ser, esa idea que surgió en la perfecta mente de Dios y en base a la cual nos creó y nos amó?

Nuestra identidad no es sólo lo que somos y cómo nos hacemos llamar. Es de qué manera individual y única somos nosotros aquello que efectivamente somos.

¿De qué se trata esto? Pues de todo lo que concierne a nuestra interioridad y a nuestra vocación personal: para qué Dios nos envió a este mundo, cuál es nuestra misión en la vida, cuál nuestro potencial, cuáles son nuestros dones y nuestras capacidades, y cuáles los límites de éstas…

Todo esto nadie lo sabe. Lo vamos descubriendo en el camino, en la milicia de la vida. Nuestra identidad está concebida por Dios aún desde antes de que naciéramos, pero nosotros la vamos descubriendo a lo largo de las experiencias que vamos viviendo, mientras que también vamos forjando con ellas nuestro carácter..

Y nadie elige ser lo que es, del mismo modo que tampoco nadie puede elegir dejar de serlo. Este es el gran error del siglo XXI: creer que sabemos perfectamente quiénes somos, y no sólo eso sino que incluso somos perfectamente capaces de “cambiar” nuestra identidad según nos apetezca.

Repreguntando la cuestión inicial: ¿Por qué no sabemos quiénes somos?

Muy simple: porque estamos dañados.

Nuestra naturaleza ha sido herida y corrompida por el pecado. Hemos perdido la capacidad de conocernos perfectamente porque nos hemos alejado de aquella perfecta comunión con Dios que poseíamos en el Edén.

El desconocimiento de nuestra identidad no se trata de una incapacidad inherente a nuestra naturaleza humana sino de una carencia en ella, consecuente a la traición original y al vacío que el pecado nos dejó.

Por tanto, puede decirse que somos seres exiliados, indocumentados, extranjeros del mundo, peregrinos sin rostro. De hecho, la palabra “persona” proviene del griego “prósopon” (πρόσωπον), que significa “máscara”. El ser humano es esto: un ser de máscaras.

Nos ponemos una máscara cuando estamos con nuestros amigos, otra máscara cuando estamos con nuestras familias, otra máscara cuando estamos en la escuela y otra máscara cuando estamos en el trabajo. Nos presentamos a los demás bajo una apariencia particular, y sólo muy pocos (o nadie) puede ver lo que hay detrás, porque a veces ni siquiera nosotros mismos lo sabemos con exactitud. Nuestro “yo” se presenta enmascarado incluso para nosotros mismos.

Sólo cuando estamos solos (o cuando nos creemos solos) las máscaras desaparecen, y sólo hay un Ser que realmente puede ver nuestro rostro. Y, paradójicamente, nosotros no podemos ver el suyo.

Dios conoce quiénes somos, conoce nuestro verdadero ser por encima de las apariencias. Porque el hombre ve las apariencias, pero Él mira el corazón (1 Samuel 16, 7) y lo que está escrito en él, es decir, todo lo que pensó para nuestra vida.

Sin embargo, su cara no la vemos. No sabemos cómo es Dios. acabadamente. No lo entendemos, gracias a nuestra naturaleza limitada. Es más, conocemos atributos de Dios, y esto ni siquiera gracias a nuestros logros intelectuales sino a la Verdad que nos fue revelada por Él mismo (en la Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino, realiza un exhaustivo tratado sobre Dios, aunque no total. En ella se unen armoniosamente el paganismo clásico de griegos y romanos con el cristianismo antiguo de los padres de la Iglesia, por lo que se le conoce por su síntesis armoniosa entre fe y razón; es importantísima, pero sigamos…)

Su Rostro se nos presenta como velado. Nos recuerda aquella antigua (y nueva) pregunta que Santo Tomás hacía de niño a los frailes de Montecasino: “Quis est Deus?” (¿Quién es Dios?).

Chesterton así formula a esta situación existencial del olvido humano:

Cada hombre ha olvidado quién es. Es terrible comprender el cosmos, pero nunca como comprender el “ego”; el “yo” es más remoto que cualquier estrella. Amarás al Señor tu Dios, pero nunca lo comprenderás. Todos padecemos de la misma calamidad mental; todos hemos olvidado nuestros nombres. Todos hemos olvidado lo que somos. Ortodoxia

Ésta es la dinámica básica de la historia de la humanidad: vivíamos en comunión perfecta con Dios en el Edén, pero el pecado de nuestros primeros padres nos ha retirado de esa cercanía y nos ha corrompido, dejando una huella que si bien se borra con el bautismo, deja una herida con la cual debemos luchar día tras día.

Nos hemos alejado de Dios, y Dios es el Bien, la Verdad y la Belleza supremos. Por tanto, también todo bien, toda verdad y toda belleza de este mundo se nos presenta, a su vez, “de espaldas”.

(Syme): ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!…

G.K.Chesterton, El hombre que fue Jueves

Sin embargo, este olvido que tenemos no es absoluto…

El corazón humano no está hecho de mentiras, sino que obtiene sabiduría del único que es Sabio, y al que todavía invoca. Aunque ahora hace ya tiempo exiliado el hombre no está completamente perdido ni del todo ha cambiado. Puede que lo acose la desgracia, pero no ha sido destronado aún, y lleva los harapos del señorío que poseyó.

J.R.R.Tolkien, Mitopoeia

Lo curioso es que el hombre sabe por naturaleza su incapacidad de entender y de contemplar la naturaleza divina, e inclusive la naturaleza misma de la realidad. Lleva la herida del pecado tallada a fuego en su corazón.

Tenemos, por ejemplo, el mito griego de Zeus y Sémele.

Hera, esposa de Zeus, convence en un ataque de celos a Sémele, la amante de Zeus, para que le solicite a éste que le revele su verdadera forma (pues los dioses siempre se disfrazaban a la hora de interactuar con los hombres). Sémele así lo hace y Zeus accede, pero la luz que emana su verdadera forma es tan intensa y poderosa que termina matándola. Así Hera logró deshacerse de la ingenua amante.

Este mito es una forma mitificada e inventada de una realidad existente y verdaderamente presente en la existencia del hombre. Veamos, por ejemplo, la petición que le hace Moisés al Señor cuando habla con Él en la montaña:

Entonces dijo Moisés: «Déjame ver, por favor, tu gloria.» Él le contestó: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahveh; pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia.» Y añadió: «Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo»

Éxodo 33, 18-20

Especial atención tiene esta aclaración que nos hace Dios: no podemos ver su Rostro mientras vivamos, porque si no moriríamos. Y añade:

Luego dijo Yahveh: «Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver.»

Éxodo 33, 20-21

Como mucho, podemos aspirar a verle la espalda, pero no el rostro. Podemos ver un poco, pero no mucho. Podemos asomarnos, pero no salir. Debemos vivir, y mientras vivamos no lo veremos. No aún, no plenamente (Santo Tomás escribe inspirado por Dios, pero cuentan que una vez, luego de tener una visión pidió que se quemaran todos sus escritos, porque eran similadres a un “balbuceo”).

Venimos de Dios y volvemos hacia Dios. Esta vida es una milicia constante que culmina en la eternidad de Dios, en la visión beatífica, en la contemplación de su Rostro.

Pero ¿Cómo es ese Rostro? Eso es algo que nadie sabe, y aún si lo supiéramos no podríamos describirlo. Sólo sabemos que, cuando lo veamos (¡Oh, que así sea!), seremos por fin felices. Y esa felicidad será doble. Cuando veamos a Dios, no lo veremos como un “Otro” completamente ajeno. No será un descubrimiento, sino una revelación.

Lo que veíamos como “velado” se nos presentará en su plenitud: reconoceremos a Dios, entenderemos por fin que Él siempre estuvo con nosotros, que nunca nos abandonó. Veremos que estuvo presente en cada momento de nuestra vida, veremos cómo Él escuchaba nuestras plegarias, cómo Él se entristecía cuando nos entristecíamos y cómo se regocijaba cuando le hablábamos. Veremos su Cruz y veremos la nuestra, y mientras nosotros nos extrañemos de nuestras quejas, el Señor se alegrará de que hayamos llegado. La parábola del Hijo pródigo, cumplida por fin.

Veremos por fin a nuestro Padre, lo entendamos o no, y algo más: entenderemos, por fin, quiénes somos nosotros. Todo será revelado y seremos plenos, porque habremos conocido nuestra verdadera identidad en el banquete eterno del Reino de Dios.

Preguntar por Dios, buscar su rostro, es la condición primera y fundamental del ascenso que lleva al encuentro con Dios.

Benedicto XVI, Jesús de Nazaret

El mismo curso de la historia del mundo tiene esta finalidad escatológica, pues el curso de los acontecimientos culmina y se orienta misteriosamente al Juicio Final. Y esta palabra, “Apocalipsis”, viene del griego (ἀπoκάλυψις) y significa “Revelación” (es por esto que las biblias traducidas al inglés no llaman “Apocalipsis” a este último libro de la Biblia, sino “Book of Revelation”). Y veamos una cita en particular de este libro:

El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias: al vencedor le daré maná escondido; y le daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe.

Apocalipsis 2, 17

Dijimos al principio que no somos el nombre que nos ha sido dado, porque es una simple denominación que utilizan los hombres para diferenciarse entre sí.

Sin embargo, sí que tenemos un nombre: el nombre que Dios, nuestro Padre Celestial, nos puso a la hora de crearnos. Y en ese nombre se encuentra contenida absolutamente toda nuestra identidad. Nosotros somos ese nombre, esa extraña expresión que ninguno de nosotros conoce aún.

Se expresa en la cita anterior que será un nombre nuevo que nadie conocerá, sino el que lo recibe. Y es que sucede lo mismo tanto con el Rostro de Dios como con nuestro “nombre ontológico” (por así llamarlo): no será un descubrimiento sino una revelación.

No será un nombre nuevo a tragar. Por el contrario: al instante que lo leamos, expresado en misterioso lenguaje, comprenderemos completamente, como en un repentino amanecer, quiénes somos, qué dones nos fueron dados y para qué fuimos creados.

Como dijimos: cuando veamos el Rostro de Dios, sabremos quiénes somos. Recuperaremos nuestro rostro, oculto tras las muchas máscaras, y ya no será el mundo quien se nos presente de espaldas, pues las cosas se invertirán: nosotros estaremos de espaldas a él, y de frente a Dios.

La historia humana toda resplandecerá cuando llegue aquel día final y universal. Todo el mal se verá reducido a la nada, y el Bien y el Amor será lo único que permanecerá.

Pero algo ya ha pasado de todo eso… la historia ya lo ha sentido. Una irrupción, una entrada, un golpe ha tambaleado los cimientos mismos de la realidad. Ha ocurrido algo que la humanidad estaba esperando por mucho, mucho tiempo. Miremos esta promesa que le hizo Dios a Moisés:

(Moisés): Yahveh tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharéis.

Deuteronomio 18, 15

Y Moisés recalca esto:

Y Yahveh me dijo a mí: Bien está lo que han dicho. Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande.

Deuteronomio 18, 17-18

“Un profeta como yo”, es decir, semejante a Moisés ¿Por qué no igual? ¿Acaso va a ser un profeta peor que él? Por el contrario: alguien mejor y más grande. Porque se dice que Moisés trataba con Dios cara a cara “como un amigo” (Éxodo 33,1), como un mediador de la Revelación.

Pero aún así se le negó ver su Rostro. Entonces, el profeta prometido no tratará a Dios como un amigo. Lo tratará como alguien mucho más íntimo. Lo tratará como un Padre.

Explica Benedicto XVI:

En Jesús se ha cumplido la promesa de un nuevo profeta. En Él se ha realizado en plenitud lo que en Moisés sólo se daba de modo imperfecto: él vive ante el rostro de Dios, no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en unidad intimísima con el Padre.

Jesús de Nazaret

Y añade:

Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo (…) Quien ve a Jesús, ve al Padre (Jn 14, 9). De este modo, el discípulo que sigue a Jesús se ve incorporado con Él en la comunión con Dios. Y esto es lo propiamente redentor: la superación de los límites de lo humano que, en tanto que expectativa y posibilidad, está apuntada ya en el hombre desde la reacción merced a su condición de imagen de Dios.

Jesús de Nazaret

Con esto en cuenta, podemos entender mejor la belleza de estas palabras de Jesús:

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie llega al Padre sino por mí.

Juan 14, 6

Hemos dicho que venimos de Dios y vamos hacia Dios, pero esto no es un camino exactamente circular. Es una elipse, porque hay un punto irregular en la circunferencia que inicia en la caída: la Pascua de Cristo, su muerte y resurrección que nos ha abierto el camino nuevamente hacia la ascensión, hacia la verdadera vida de la comunión eterna en el Amor del Padre.

Hemos perdido la visión del rostro del Padre, pero por medio del rostro encarnado del Hijo, coronado de espinas y manchado por su Bendita Sangre, tenemos la oportunidad de recuperarla. Y si tomamos esta oportunidad (¡Procuremos hacerlo!), allí en el Cielo ya nada más nos importará.

Todas las penas desaparecerán. Ya no habrá Fe, porque no habrá nada más en qué creer. Ya no habrá Esperanza, porque no habrá nada más que poseer. Ya no habrá libertad, porque nuestra voluntad por fin estará completamente saciada. Reinará la Caridad, reinará el Pastor junto a su rebaño. Y veremos su Rostro y Él nos verá, y seremos felices por los siglos de los siglos y más allá del tiempo y del espacio en la inconmensurable gloria de la Ciudad Celestial.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Mateo 5, 8

Recemos y amemos para que así sea.

Thiago Rodríguez Harispe

Publica desde febrero de 2022

Aunque la aventura sea loca, intento mantenerme cuerdo. Argentino. Intento poner mi corazón en las cosas de Dios. Cada tanto salgo de mi agujero hobbit y escribo cosas.