Reconozco que me he sentido sin padre. Me he visto sola, luchando con todas mis fuerzas contra cosas del mundo, que sencillamente no puedo cambiar, pero que me cuesta aceptar, y es que no siempre se puede tener control sobre todo, aunque el ego así lo mande y lo quiera.

He buscado la seguridad que da el Padre en otros padres postizos, como el dinero, las amistades, la seguridad laboral. Incluso yo misma me he creído padre, con la capacidad de dar solución a todo problema que trae el día a día, sumado a mi defecto de no saber pedir ayuda, terminando así rota, arrastrada por la situación. ¡Cuánta soberbia! Porque en ocasiones, simplemente no podemos cargar todo el peso solos, y eso está bien.

Lo que voy a escribir en estas sencillas líneas no vino por inspiración propia. Vino mediante una de esas homilías providentes que llegan en el momento justo para saciar la sed del alma. Este artículo es más del estimado Pbro. Roberson Acosta que mío.

Hace poco leíamos un apartado de un gran libro que decía, en sencillas palabras, que lo único imposible de mover para Dios es la voluntad del hombre. El autor la compara con una piedra pesada – si así es, entonces, la mía es la más pesada de todas – . El punto de todo esto es que Dios respeta tanto nuestra libertad que, si nos obstinamos a no sentirlo como Padre, Él se queda desarmado frente a nuestra reticencia. Por eso es una gracia llegar a sentirnos hijos del Padre, una gracia sobre la cual se fundamenta la belleza de la fe personal, y que no hay que cansarnos de pedir.

–Dios lo puede todo, ¿verdad?

–Sí, claro…

–Entonces, ¿podría crear una piedra tan pesada, tan pesada que ni Él mismo fuese capaz de moverla?

–Ya la ha creado.

–¿Sí…?

–Claro. Tu voluntad es esa piedra.”

El Belén que puso Dios, Capítulo 12, Enrique Monasterio

Muchas de nuestras turbaciones, sobre todo la inestabilidad emocional, se derivan de sentirnos huérfanos de padre. Es por esto que la figura del padre es fundamental para los niños. Múltiples estudios científicos han demostrado que la presencia del padre en el hogar es preponderante en la formación del carácter de los hijos; son indispensables en el manejo emocional, pues los niños se sienten respaldados, seguros, porque el padre está ahí, y ante cualquier problema el padre responde.

Lo mismo pasa en cuestiones de fe. Cuando nos sentimos hijos del Padre somos realmente dóciles al cumplimiento de Su voluntad en nuestras vidas, somos como una hojita que se deja arrastrar por el viento, porque sabe que todo será por un bien mayor; una hojita que no teme, que se abandona, que sabe que está en manos de su Creador. 

Por eso es tan importante experimentar la paternidad humana, porque ésta es la base para comprender la Paternidad Divina. Si no hemos experimentado el cariño y la cercanía de un padre, difícilmente seremos capaces de entender la Paternidad de Dios. Este es muchas veces, como en mi caso, el factor que estropea nuestra relación con Dios Padre, pues hemos experimentado paternidades imperfectas, que hacen que configuremos un concepto de padre que dista de lo que realmente es Dios-Padre. Pero haber tenido una paternidad humana imperfecta no nos impide empezar un camino de regreso a los brazos del Padre.

La belleza del Adviento y de la Navidad se nos presenta como espacio propicio para aprender a sentirnos hijos del Padre, y esto sólo se aprende mirando al modelo perfecto del hijo: Nuestro Señor Jesucristo -la Segunda Persona de la Santísima Trinidad- Quien se nos presenta como camino para llegar al Padre. 

Ese pequeño niño, recostado en el más sencillo de los pesebres, nos enseña la confianza y el abandono en la voluntad del Padre. Mirarlo humanamente sin nada, pero proveído de toda asistencia divina, debería despertarnos de nuestro letargo y comodidad, sacarnos de nuestras seguridades humanas, para vivir sólo de la relación con el Padre. Y así, ser conscientes de que, independientemente de cualquier circunstancia que estemos pasando, por muy difícil que sea, en todo momento el Padre responde.

No está de más recordar que todo esto no se logra mediante el mero esfuerzo humano; sentirnos hijos de Dios es ante todo una gracia. Seguramente el pequeño Niño que nace en el pesebre de Belén estará dispuesto a adornar nuestro huérfano corazón con la belleza de esta gracia si se lo pedimos con un corazón contrito y humillado. 

No estamos solos.  Tenemos un Padre que nos ama con amor eterno. Mi deseo para ti es que en todo momento te sientas hijo del Padre.

María Paola Bertel

Publica desde mayo de 2019

MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.