Hace poco me cuestioné el hecho de que antes de ir a dormir tengo la sensación de que algo me hace falta, de que extraño a alguien; no obstante, nunca encuentro respuesta certera a esta situación, pues parece que nunca he conocido al objeto de mis anhelos. Así, vamos por la vida en búsqueda de ese “algo” que nos complete, que nos dé la plenitud anhelada, lo que nos lleva a fundar  ilusiones sobre arenas movedizas, que se desmoronan ante la primera tempestad.

En algunas circunstancias, nuestro corazón es como un niño pequeño caprichoso que no entiende de argumentos, pero que en su raíz no es motivado por una mala intención, sino por el deseo de hacerse don por otro, y a la vez, de recibir la belleza de ese don de alguien más.

Ese niño caprichoso y egocéntrico debe ser educado y corregido, pues puede llevarnos a lugares donde en definitiva no vamos a encontrar el amor deseado, lugares que nos alejan de nuestra auténtica vocación.

Todo esto no es más que expresión de la búsqueda constante de la comunión del hombre con Dios, rota por el pecado original, como lo explica el Catecismo de la Iglesia Católica:

La armonía en la que se encontraban, establecida gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gn 3,7); la unión entre el hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gn 3,11-13); sus relaciones estarán marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gn 3,16). La armonía con la creación se rompe; la creación visible se hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gn 3,17.19). A causa del hombre, la creación es sometida “a la servidumbre de la corrupción” (Rm 8,21). Por fin, la consecuencia explícitamente anunciada para el caso de desobediencia (cf. Gn 2,17), se realizará: el hombre “volverá al polvo del que fue formado” (Gn 3,19). La muerte hace su entrada en la historia de la humanidad (cf. Rm 5,12). CCE #400

En ciertas ocasiones esta búsqueda se convierte en un camino sin destino, debido a que no somos conscientes de lo que queremos encontrar, o no comprendemos acabadamente la belleza y raíz de este anhelo; por lo que podemos llegar a creer que lo que nos deslumbra a primera a vista puede llegar a saciarnos plenamente, pero en este aspecto no todo lo que brilla es oro.

Otro error consiste en pensar que personas, bienes materiales y demás seguridades humanas tienen la potencialidad de llenar nuestros vacíos afectivos o existenciales, cuando en ocasiones no son más que paliativos eventuales a la comunión rota con Dios.

A la vez, esta comunión rota también obstaculiza que entremos en plena comunión con nuestros semejantes, pues al no participar de la belleza de la comunión primera con el Padre, nos cuesta ver al otro como creación amada y apreciar su auténtica dignidad.

Lo anterior expresa la incapacidad del amor humano de hacerse don, contrario a lo que nos enseña Cristo crucificado, de aquí nace la exigencia de morir al amor humano, para dar cabida en nuestro ser a los sentimientos de Cristo, amando así con amor extraordinario (cfr. Filipenses 2, 5).

Por el año 397, aproximadamente, San Agustín expresó: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Las Confesiones, i, 1, 1), esta sencilla y profunda frase sintetiza el hecho de que el hombre jamás podrá saciar sus deseos fuera de la fuente de los mismos, pues el ser temporal nunca llenará los deseos de eternidad.

Si bien, el Creador ha puesto anhelos en el corazón, también debemos aprender a discernir cuáles de estos tienen origen en Dios y cuáles no son más que simples caprichos humanos intrascendentes. Pidamos al Señor la gracia de ordenar nuestros afectos y anhelos, por intercesión de la Santísima Virgen María, modelo de perfecta comunión con el Padre.

María Paola Bertel

Publica desde mayo de 2019

MSc en desarrollo social, pero lo más importante: soy un alma militante, aspirando a ser triunfante. Me apasiona escribir lo que Dios le dicta a mi corazón. Aprendí a amar en clave franciscana. Toda de José, como lo fue Jesús y María.