Pedro, el apóstol, la piedra fundamental, que traicionó a Cristo negando haberle conocido horas antes de que Él subiera a la cruz para salvarle. Agustín, el gran doctor de la Iglesia, que vivió una vida de lujuria sin límites, siendo además un maniqueo y pagano profeso. Ignacio de Loyola, fundador de una de las espiritualidades más ricas de la historia de la Iglesia, vanidoso combatiente que conoció todo tipo de mujeres y se aprovechó de su buena fama para vivir de los placeres. Chesterton, uno de los mas grandes escritores del siglo XX, de conocida ironía y tajante inteligencia, agnóstico y espiritista en su juventud, autor luego de las más magníficas biografías de algunos Santos católicos. Dimas, el hombre que fue crucificado a un lado de Cristo, habiendo llevado una vida egoísta y cobarde de vil ladrón, que arrebató finalmente las dulces palabras de Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Magdalena, la conocida prostituta a la que Jesús salvó de ser apedreada por muchos; quien luego lo acompañaría fielmente hasta su muerte de cruz. Y por supuesto Mateo, elegido por el Espíritu Santo como uno de los cuatro evangelistas, de fama muy conocida y de sabida codicia, ejerciendo como recaudador de impuestos en los tiempos de Jesús.

Sí, parece increíble pero todos ellos tienen en común al menos dos cosas que son, paradójicamente, incompatibles: el pecado, y la Santidad. O bien, parafraseando el Evangelio de San Mateo: el trigo, y la cizaña. ¿Existe acaso algún cristiano tan sabio e ilustre que pudiera haber separado esa cizaña malvada sin arrancar el trigo de la Santidad que luego florecería en cada uno de ellos? Dicha sabiduría está reservada solo a Dios, Juez eterno e inequívoco que será capaz de separar trigo y cizaña en el Juicio Final.

El poder de las parábolas bíblicas es indiscutible, nos sumen en un mar de enseñanzas a través de su evidente simpleza y su profundidad casi igual de evidente. Sin embargo nos topamos a veces con estos relatos que requieren ser leídos algunas veces para ser comprendidos e incluso, como sucedió con los apóstoles en este caso, necesitan de la explicación misma de Jesús: “El que siembra la buena simiente, es el Hijo del hombre. Y el campo es el mundo. Y la buena simiente son los hijos del Reino. Y la cizaña son los hijos de la iniquidad. Y el enemigo, que la sembró, es el diablo. Y la cosecha es la consumación del siglo. Y los cosechadores, son los ángeles.” (Mateo 13, 37-40).

En la parábola del trigo y la cizaña es el sembrador quien dice “no sea que cogiendo la cizaña arranquéis también con ella el trigo. Dejad crecer lo uno y lo otro hasta la cosecha, y en el tiempo de la cosecha diré a los cosechadores: coged primeramente la cizaña y atadla en manojos para quemarla; mas el trigo recogedlo en mi granero”. ¿Cuántos cristianos hay que se esmeran en quitar la cizaña por su sola fuerza y que por su torpeza arrebatada corren el riesgo de arrancar también el trigo? ¿Cuántos habemos que, seguros de nuestro criterio, pretendemos siempre señalar y corregir dentro o fuera de la Iglesia con notable crueldad?

Palabras que no pueden menos que engendrar en ellos una paciencia y una tranquilidad grandísima. La razón de esta parábola es, que los que son buenos, pero que aun están débiles, necesitan de esta mezcla con los malos, ya para adquirir fortaleza con el ejercicio, ya para que comparando los unos con los otros se estimulen a ser mejores. O también se arrancan al mismo tiempo el trigo y la cizaña, porque hay muchos que al principio son cizaña y después se hacen trigo. Si a estos no se les sufre con paciencia cuando son malos, no se consigue el que muden de costumbres; y si fuesen arrancados en ese estado, se arrancaría al mismo tiempo lo que con el tiempo y el perdón hubiera sido trigo. Por eso nos previene el Señor que no hagamos desaparecer de esta vida a esa clase de hombres, no sea que por quitar la vida a los malos se la quitemos a los que quizá hubieran sido buenos, o perjudiquemos a los buenos, a quienes, a pesar suyo, pueden ser útiles. El momento oportuno de quitarles la vida será cuando ya no les quede tiempo para mudar de vida, y el contraste de sus errores con la verdad no pueda ser útil a los buenos: “Dejad crecer lo uno y lo otro hasta la siega”, esto es, hasta el juicio. San Agustín, Quaestiones Evangeliorum, 12

A esto viene el ejemplo inicial de los Santos: ¿acaso no hubo primero que soportar esa maldad y ese pecado? ¿Acaso alguno de nosotros no tiene en su corazón también pecado y maldad que debe ser curada, educada y transformada? San Agustín expresa la belleza de la parábola diciendo “Si a estos no se les sufre con paciencia cuando son malos, no se consigue el que muden de costumbres; y si fuesen arrancados en ese estado, se arrancaría al mismo tiempo lo que con el tiempo y el perdón hubiera sido trigo”. Claro, es que la Santidad es un camino, no se trata de una conversión momentánea, casi mágica, que resolverá el problema del hombre y la cizaña; sino que debe ser conducido poco a poco para sembrar esa buena semilla en su corazón que luego regale frutos de trigo. Observemos otro pasaje de la Escritura:

Cuando el inocente se aparta de su inocencia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá. Ezequiel, 18, 26-28

Está claro que no somos los cosechadores puesto que no es nuestro deber el separar lo bueno de lo malo en la cosecha, sino la semilla que el cosechador ha lanzado al campo, al mundo. Y surge ahora con ello la pregunta: ¿qué semilla soy? Jesús es claro al diferenciar la semilla buena como los hijos del Reino y la mala como los hijos del maligno. Estar dentro de la Iglesia no supone necesariamente ser buena semilla, justamente hemos visto que tanto trigo como cizaña crecen juntos y la Madre Iglesia no es en esto la excepción: también en ella existe el mal, pues está también compuesta por hombres. Por ello debemos preguntarnos qué semilla somos, y que responda no nuestra boca sino nuestras obras, nuestra propia vida.

Pero no nos engañemos; el trigo y la cizaña no coexisten solo en lugares, en la sociedad, en las instituciones o en el mundo. Sino en el rincón mas profundo de nuestra alma, de nuestra persona. Cada uno de nosotros somos también ese campo donde el Señor ha arrojado de la buena semilla y que al dormirnos, al distraernos, al desviarnos, hemos dado lugar al maligno para que venga y aprovechándose de nuestra naturaleza herida pueda plantar cizaña. Y entonces crecen juntos, trigo y cizaña, defecto y virtud, Gracia y pecado. Ninguno de nosotros es una absoluta realidad de Gracia y belleza o una irremediable suma de pecados.

Debemos entonces trabajar con paciencia y oración para cultivar el trigo y recluir la cizaña. No sea que por la desesperación o la ansiedad de quererlo todo “ya” acabemos destruyendo la bondad que hay en nosotros y quitando la semilla de trigo que Dios nos había regalado. He aquí la belleza de esta historia: que sabiéndonos trigo y cizaña no podemos más que recurrir a la ayuda de la Gracia de Dios. Estamos llamados a poner nuestra voluntad y esfuerzo en hacer crecer esa buena semilla, y estamos llamados también a confiar en el sembrador que sabrá separar la cizaña a su debido tiempo.

Ya lo decía San Pablo:

Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. 2 Co 12,9

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.