Es por todos conocido que este mundo en el cual vivimos está configurado de tal modo que la justicia, así como el bien en general, no se impone por sí misma, sin la disposición de la persona a sufrir la muerte, de ser necesario. El mal tiene poder en este mundo; y este hecho nos evidencia la necesidad de la fortaleza, que no es otra cosa que la disposición a aceptar las heridas en aras de la realización del bien. Y dice San Agustín que la misma fortaleza es un testigo irrefutable de la existencia del mal en el mundo. Pero conozcamos mejor la belleza de esta virtud, para amarla y desear practicarla.

Es propio de la fortaleza impedir que la voluntad se aparte del bien de la razón por temor de un mal corporal. (…) Es, pues, necesario que la fortaleza del alma sea la que conserve a la voluntad del hombre en el bien racional contra los mayores males, ya que quien resiste a ellos resistirá evidentemente a los menores, pero no viceversa; porque es propio también de la virtud tener en cuenta y tender a lo último. Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica

Es una idea falsa la que expresa que se puede ser justo sin tener que ser fuerte. Sólo se da la fortaleza como virtud cuando se quiere la justicia. Quien no es justo no puede ser fuerte en el verdadero sentido. Entonces, solo podemos alabar a alguien por su fortaleza si también podemos alabarlo por su justicia. La auténtica fortaleza está esencialmente unida a la voluntad de justicia.

La fortaleza supone vulnerabilidad; y sin vulnerabilidad ni siquiera existe la posibilidad de la fortaleza. Un ángel no puede ser fuerte, porque no es vulnerable. Ser fuerte significa entonces: poder soportar una herida. Y como el hombre es esencialmente vulnerable, puede ser fuerte. Es importante diferenciar la fortaleza de la temeridad (que acomete una acción peligrosa con valor e imprudencia).

Esta virtud actúa ante lo doloroso, lo dañino, lo que angustia y oprime. La fortaleza alcanza su plenitud en el testimonio de la sangre, es decir en el martirio. La disposición al martirio es la raíz esencial de toda fortaleza cristiana.

La belleza de las virtudes está en que elevan al hombre, asemejándolo a su Creador.

Corresponde al valor o la fortaleza el no desmayar ante los temores o peligros de muerte, el conservar la confianza en las alarmas y el ser valiente de cara a los peligros y preferir una muerte bella y el ser causa de una victoria antes que una seguridad humillante y vil. Corresponde también a la fortaleza el trabajar, el sobrellevar las penalidades de la vida y el desempeñar en ella la parte que corresponde al hombre. El valor va acompañado de confianza, de valentía y de audacia y también de perseverancia y paciencia. Aristóteles, en De las Virtudes y los Vicios

Santo Tomás de Aquino hace hincapié en la doble faceta de esta virtud, en cuanto a que “debe hacer frente a las dificultades, como por medio de la fuerza corporal”, y también “robustece el ánimo del hombre contra los máximos peligros, que son los de la muerte”.

Una filósofa tomista, española, que me gusta mucho por su claridad y sencillez, María Esther Gómez de Pedro, lo explica de esta forma: Ante un bien que amamos, pero difícil de conseguir, necesitamos una virtud que nos permita resistir y actuar con firmeza de ánimo. Lo primero, para moderar nuestra resistencia a los obstáculos y lo segundo, para impulsar la realización de la obra buena. Esta doble acción, sostener e impulsar, es obra de la fortaleza. El freno debe ponerlo a los miedos que nos apartan de lo bueno.

El miedo, a su vez, brota ante las cosas difíciles de superar, y lo que más genera miedo son los dolores, del cuerpo y del alma, y peligros del alma, y en especial, la muerte. Por ejemplo, ante una operación médica necesaria pero delicada es normal sentir miedo, pero la actitud personal más correcta es la de aquel que, moderándolo, es capaz de superar ese miedo y se somete a la operación. O el miedo de circular por una carretera con hielo puede ser bueno, porque la posibilidad real de tener un accidente nos lleva a manejar con mayor precaución o a buscar rutas alternativas. De hecho, si fuésemos igual manejando por ahí, estaríamos siendo temerarios, no fuertes, como habíamos distinguido al inicio.

Sin embargo, ciertos miedos que pueden impedirnos realizar el bien que debiéramos, se originan a veces ante peligros imaginarios. Y así la pregunta de lo que nos pasará si decimos la verdad de algo concreto que está siendo cuestionado se la plantean no sólo los niños que han roto el jarrón de su casa, sino también los adultos que nos vemos en la disyuntiva de decir la verdad o de mentir, cuando está en juego, quizás, la opinión que otros se formen de él. Sólo aquel que es audaz porque es capaz de asumir las consecuencias de obrar conforme a la justicia –en este caso las aparentes incomprensiones del resto- pondrá en práctica la fortaleza. Por eso, como se ve en este ejemplo, la honestidad brota de la fortaleza de ánimo.

La fortaleza, como toda virtud moral, se sitúa entre dos excesos, la timidez y la impavidez. El primero, la timidez, se da por exceso de temor “en tanto que el hombre teme lo que no conviene o más de lo que conviene” y el segundo, la impavidez o temeridad, se da por defecto en el temor en cuanto no se teme lo que se debe temer. El término medio es la audacia que, previa reflexión, nos hace afrontar los miedos injustificados o no racionales, pero sin exponerse a los peligros innecesarios o superiores a nuestras fuerzas, dice Santo Tomás de Aquino.

En el diario vivir son muchas las ocasiones de practicar la fortaleza, pues las dificultades con que nos encontramos, aunque de diversos grados, son numerosas. No es fácil resistir cuando se pierden las ganas de seguir luchando, por ejemplo, o ante serias dificultades, pero sólo quien es moralmente fuerte seguirá adelante. ¡No estamos solos! Dios es bueno todo el tiempo, y siempre está con cada uno de nosotros, dándonos Su gracia.

Pidamos a nuestro Buen Dios que nos haga fuertes como la roca para proclamar Su nombre; para seguir firmes, a Su lado, en este camino hacia la Eterna Morada. ¡Ave María y adelante!

Guadalupe Araya

Publica desde octubre de 2020

"Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa", decía el gran Chesterton. A eso nos llama el Amor, y a prisa: conocer la Verdad, gastarnos haciendo el Bien, y manifestar la Belleza a nuestros hermanos, si primero nos hemos dejado encontrar por esta . ¡No hay tiempo que perder! ¡Ave María y adelante! Argentina, enamorada de la naturaleza (especialmente de las flores), el mate amargo y las guitarreadas. Psicóloga en potencia. La Fe, ser esclava de María, y mi familia, son mis mayores regalos.