Discernir es una actividad bien propia del cristiano. De toda persona en realidad, pues de algún modo su interioridad demanda ese discernimiento; pero en el cristiano viene a ser tal vez la conjugación entre la suave voz de Dios al corazón, y el juicio fino y perspicaz de la inteligencia, que nos ayuda a observar la realidad, observarnos a nosotros, y escoger. Digamos que el discernimiento es aquel juicio que nos permite distinguir entre cuestiones de una misma situación o realidad. Así, el discernimiento se hace presente a diario, en lo cotidiano; a veces en el orden natural, desde las decisiones más básicas, hasta aquellas cosas -también del orden natural- más complejas, o que requieren mayor tiempo, como qué carrera estudiar, discernir mi relación de noviazgo, una amistad, mi lugar en la familia, el trabajo… entre otras tantas cosas. También puede darse, (y es muy propio que así suceda), el discernimiento en el orden sobrenatural, es decir en aquellos temas más ligados a la interioridad, a mi relación con Dios, la oración, mi vida de Gracia, mi vida virtuosa, este o aquél defecto que debo pulir, etc.

Vemos cómo el discernimiento es una constante. Más aún, debe de ser una constante en la vida cristiana. Es esta actividad conjunta entre conciencia y corazón, (para ponerlo simple), la que irá haciendo que seamos nosotros los “dueños de nosotros mismos”, y podamos tomar nuestras propias decisiones desde nuestros criterios y valores , y en vistas a nuestra felicidad y la santidad del alma; y no sean en cambio las circunstancias las que van decidiendo por nosotros y llevándonos como por un cauce de río del que poco sabemos: ni dónde empieza, ni dónde termina, ni qué sitios atraviesa… simplemente vamos, arrastrados por la marea. Ciertamente que aquí la cuestión del discernimiento adquiere una significación mayor, por ser mas profunda y trascendente.

En un mundo moderno tan signado por la imagen y por la acción de las masas, hacernos eco de nuestro juicio, y valernos de nuestras propias decisiones; es probablemente un buen acto de rebeldía. Siempre y cuando, desde luego, sean dirigidas al Bien, la Verdad y la Belleza. Pero me refiero a que en ocasiones, debemos pensar y repensar dos veces aquello que en principio parecía obvio, aquello a lo que nos hemos acostumbrado, aquello que por famoso pasa por bueno: “es que lo hacen todos”. Es esta actividad de discernimiento la que nos irá enriqueciendo e iluminando, para empezar a hacer cosas que nos perfeccionen cristianamente, o dejar de hacer aquellas que representan un obstáculo en mi alma para dejarme encontrar por Dios.

Y hay en todo esto una figura Altísima que bien podría omitir, y que justamente por ello me siento obligado a mencionar: el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, dirán algunos autores, es el Dios desconocido. Y lastimosamente tiene esto mucho de verdad. El Espíritu Santo como tercera persona de la Santísima Trinidad, tiene como misión central la santificación de las almas. Como a Dios Padre se atribuye la Creación, a Dios Hijo Nuestro Señor Jesucristo la Redención; al Espíritu Santo se atribuye en específico la salvación de las almas. No vamos a entrar ahora en la cuestión trinitaria o en precisiones teológicas; pero en el ejercicio del discernimiento no podríamos obviar la acción crucial del Espíritu. El Espíritu Santo suscita en el alma mociones, es decir leves inclinaciones que sin coartar la libertad, nos impulsan a hacer el bien de una manera determinada, sobre un contexto puntual. Estas mociones pueden ir desde levantar un papel en la calle, hasta entregar mi vida en el matrimonio o el sacerdocio (si habláramos por ejemplo del discernimiento de estado o de vocación).

Las mociones del Espíritu Santo conducen al alma a la santidad, al Bien y a la Verdad. El alma en Gracia tendrá mayor disposición a oír estas mociones profundas, delicadas; y el alma que las va practicando, es decir que va respondiendo proactiva y generosamente a ellas, se verá visitada con mayor asiduidad por este Espíritu, mientras que, como es de esperar; aquellas almas que van rechazando esa presencia divina y esa invitación santificante, se ven cada vez menos frecuentadas por estos dulces consejos. Esta asistencia divina, esconde una enorme belleza que muy pocos conocen a conciencia:

Cuando un alma se abandona a la guía del Espíritu Santo, él la eleva poco a poco y la gobierna. Al principio, no sabe adonde va, pero una luz interior lentamente la ilumina dejándole ver todas sus acciones y el gobierno de Dios en ellas, de tal modo que casi no tiene otra cosa que dejar obrar a Dios en ella y por ella lo que le place; así avanza maravillosamente. En la Escuela del Espíritu Santo, Jacques Philippe

Hemos visto cuan importante y necesaria es la acción del Espíritu Santo en nuestra alma, y en particular para esta cuestión del discernimiento. Pero ahora vamos a nosotros. La existencia humana, alternada de realidades espirituales y materiales, muchas veces se ve interrumpida en su intento de introspección, de reflexión, de calmo pensamiento. Ciertas prácticas nos ayudarán a favorecer este ejercicio de discernimiento, como son el silencio, la soledad, la oración y la docilidad. Estas son condiciones fundamentales (¡y cuánto mas en los tiempos que corren!) para que podamos verdaderamente sumergirnos en las profundidades de las palabras divinas, para oírlas, reflexionarlas y llevarlas a la vida en decisiones puntuales, para contemplar en definitiva la Belleza del rostro divino.

Se requiere un corazón tierno, un oído atento, una mirada profunda y un espíritu dispuesto para encontrar a ese Dios que nos busca y que nos habla, y para estar listos para darle una respuesta con nuestra vida. ¿Un signo evidente? La paz interior… “Mi corazón está inquieto hasta descansar en Ti, Señor” decía San Agustín de Hipona, y cuánta razón tenía. Y aunque sabemos que el descanso eterno llegará -por misericordia de Dios- luego del atardecer de nuestra vida, sí podemos gustar de ese descanso “parcial” aquí en la tierra, en estos diálogos y en estas decisiones donde llevo conmigo la certeza de estar buscando y haciendo en todo, la Voluntad de Su Divina Majestad.

Un enorme maestro del discernimiento, fue sin duda San Ignacio de Loyola, amable pincel del Señor para componer la maravillosa obra de los “ejercicios espirituales ignacianos”, una riqueza para la Iglesia universal. En ellos, nos enseña entre muchas otras cosas, cómo captar y entender aquellas mociones espirituales que el alma recibe, para bien saberlas abrazar, o bien saberlas expulsar si no vinieran de la Belleza:

Reglas para que en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en la ánima se causan: las buenas para recibir, y las malas para lanzar. Ejercicios Espirituales, Reglas primera semana, punto 313. San Ignacio de Loyola

Como decíamos, uno de los frutos inconfundibles de este santo discernimiento es la paz interior, la profunda paz del alma que habita en Dios, y que se ha dejado encontrar por Él en los laberintos de la vida. Esa paz que se esconde bajo la extraña certeza incierta de llevar a Dios consigo, esa tranquilidad que es capaz de reposar aún en medio de la tempestad, esa paz que se ha sabido sujetar a lo Inconmovible y Eterno, aún cuando todo sigue dando vueltas a su alrededor.

Lo que viene del Espíritu lleva consigo alegría, paz, tranquilidad de espíritu, dulzura, sencillez y luz. Por el contrario, lo que proviene del espíritu del mal acarrea tristeza, desconcierto, inquietud, agitación, confusión y tinieblas. En la Escuela del Espíritu Santo, Jacques Philippe

¿No es esto acaso lo que nos sucede después de pecar? ¿Es que no estábamos convencidos de que no era tanto el mal que hacíamos, y caímos luego en la desesperada sensación de tristeza y vacío interior? El que tenga oídos que oiga, y el que tenga corazón, que discierna. He ahí Dios, he ahí la felicidad.

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.