Cuenta una historia que San Agustín iba un día paseando por la playa, intentando comprender el misterio de la Santísima Trinidad, cuando se encontró con un niño que jugaba cerca de la orilla. “¿Qué estás haciendo?”, le preguntó el santo al chico. “Intento meter el agua del mar dentro de esta concha”. “¡Pero eso es imposible!”, exclamó el santo. “Más imposible es entender el misterio que intentas resolver”, respondió el niño.

Podríamos definir “solemne” de mil maneras, pero siempre se trataría de un adjetivo positivo y lleno de belleza, de una cualidad deseable, de una palabra que atribuiría honra a aquel o aquello que la llevara.

La Santísima Trinidad es dogma de fe, un misterio incomprensible: tres Personas en un solo Dios.

Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. San Mateo 28, 19

En la iglesia católica, existen 7 sacramentos o fuentes por las que el Espíritu Santo (la tercera Persona de la Trinidad) derrama sus dones.

Mediante el Bautismo, nos hacemos hijos de Dios y entramos a formar parte de la familia de la iglesia. Con él somos liberados del pecado original y llamados a una vida en gracia. El día de nuestro Bautismo, el Espíritu Santo entra por primera vez en nosotros, derramando sus dones para poder responder a la llamada de la santidad.

Este sacramento nos inicia a una vida en Cristo. Es el primero que se nos imparte (normalmente cuando aún somos bebés). Nuestros padres y padrinos (por no tener nosotros uso de razón entonces) se comprometen a llevarnos al Cielo, renunciando por nosotros al mal y dando, por nosotros, un sí a Dios.

Durante los primeros años de su vida, los padres irán transmitiendo su fe al niño bautizado, para que vaya conociendo a Dios y pueda, algún día, hacerla suya por decisión propia.

El segundo sacramento se recibe antes de la Comunión. Con la Penitencia, Dios, a través del sacerdote, derrama la gracia del perdón y nos da la fuerza para luchar contra aquello de lo que nos arrepentimos. Para que sea sincera, requiere el firme propósito de hacer bien las cosas. Podemos recurrir a la Confesión cada vez que volvamos a caer y tantas veces como queramos a lo largo de la vida.

Al confesarnos, admitimos que hemos hecho daño a Dios. Es un acto de amor hacia ese Ser que hemos aprendido a conocer.

En nuestra primera Confesión, renovamos por primera vez, en cierto modo, las promesas que nuestros padres y padrinos hicieron por nosotros el día de nuestro Bautismo. Renunciamos al mal y volvemos a dar nuestro “sí” a Dios.

Sobre los 9 años (no hay una edad concreta), siendo todavía niño (normalmente), el bautizado que, poco a poco, habría ido, al tiempo que crecía, madurando también interiormente, recibe su primera Comunión.

Jesucristo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Estamos hechos a su imagen y semejanza, y también existía, importante tenerlo en cuenta, antes de la creación del mundo (por lo que no es Él el que está hecho a nuestra imagen). Fue enviado para redimirnos del pecado original y murió por nosotros en una cruz (símbolo actual del cristiano). Se queda presente, hecho pan, hasta el final de los tiempos y reviviendo su sacrificio diariamente en la belleza de la Misa.

Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: tomad y comed, este es mi Cuerpo. Y tomando un cáliz y dando gracias, se lo dio, diciendo: bebed de él todos, que esta es mi Sangre de la alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados. San Mateo 26, 26-28

Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo. San Marcos 28,20

A lo largo de los años, pude darme cuenta de algo muy curioso. Cuando somos niños y todavía no hemos recibido el sacramento de la Eucaristía, por lo general, solemos dirigirnos mucho a Dios Padre. Le damos gracias, le pedimos y nos sentimos por Él queridos. Normalmente aprendemos a tratarle primero.

Al hacer nuestra primera Comunión, incluso en la preparación a la misma, aprendemos a dirigirnos al Hijo (aun sabiendo que también se trata de Dios). Aprendemos a rezar a Jesús e invocamos su nombre cada vez que necesitamos sentirnos comprendidos, ayuda en situaciones más concretas…

El cuarto sacramento del que hablaremos es el de la Confirmación. Con él, el Espíritu Santo derrama en nosotros los dones que habíamos recibido el día de nuestro Bautismo en gran plenitud.

Esta fuente de gracia es, podría decir, mi sacramento preferido. Hace tiempo que me declaro fan del Espíritu Santo y me parece la Persona más “guay” (si se me permite el coloquialismo) de la Santísima Trinidad.

San Josemaría Escrivá definía al Espíritu Santo como “el gran desconocido”. Creo que estamos demasiado acostumbrados a oír hablar del Padre y del Hijo, y muchas veces este sacramento queda incluso en el olvido.

Tras recibir los tres anteriores, el sacramento de la Confirmación nos introduce a la vida adulta dentro de la Iglesia. Hoy en día, muchos cristianos no ven siquiera la necesidad de recibirlo.

Del mismo modo que, a medida que crecíamos y madurábamos en nuestra fe, aprendíamos a conocer y tratar al Padre y al Hijo, debemos esforzarnos por conocer y tratar al Espíritu Santo.

La tercera Persona de la Santísima Trinidad es la respuesta a muchas preguntas, es el susurro constante, nos da la paz que necesitamos en los momentos de mayor descontrol, es vida en sí mismo y está en constante movimiento.

El Espíritu nos guía para tomar decisiones acertadas, comprender nuestro camino, nos regala nuestros dones y nos enseña a explotarlos, nos alegra el día a día, cuida los detalles, llena de belleza el mundo que nos rodea, nos vuelve inteligentes y nos da la gracia de actuar en situaciones difíciles.

No sé exactamente cuándo aprendí a recurrir a Él, pero me regala caprichos diarios como: encontrarme en el bus a una amiga a la que hacía mucho que no veía y quería encontrarme, que el camarero de mi facultad me regale un donut justo cuando me apetece uno… ¡Y así con mil cosas más!

Cada vez que pinto, cada vez que escribo, le invoco para que me ilumine, para que dé el toque que yo no voy a ser capaz de dar. Gracias a Él, a los dones que me da, consigo llegar al corazón de la gente.

Es camino, es luz, es sentido. Gracias a esta tercera Persona, podemos conocer a la primera y a la segunda.

La Santísima Trinidad se complementa entre sí y cubre las necesidades de todos los cristianos. Cada una de sus Personas se ofrece a nosotros de forma distinta, al mismo tiempo en el que un solo Dios es el que actúa.

Tras recibir la Confirmación y haber aprendido a tratar a las tres Personas, quedarían 3 sacramentos (matrimonio, orden sacerdotal y unción de enfermos) de los que no hablaré ahora en profundidad.

El del matrimonio y el del orden sacerdotal no son para todos. Dependen de un llamado distinto al del resto, pero tienen también la finalidad de darnos las gracias necesarias para alcanzar la santidad.

La unción de los enfermos, erróneamente conocida como “extrema unción”, es también un proveedor de fortaleza. Nos da la belleza de saber llevar nuestras cruces corporales, la capacidad de no perder la alegría aun cuando el cuerpo sufre, e incluso, si Dios quiere, la salud corpórea.

La Santísima Trinidad merece toda la gloria. Es poder, es grandeza. Es el único verdadero origen de la vida. Da, se reparte, bendice y multiplica.

En el concilio de Nicea (325 d.C.) se afirma la divinidad del Hijo (en contra de la herejía arriana), y en el de Constantinopla (381 d.C.), la del Espíritu Santo (en contra de la herejía del macedonianismo).

Su fiesta se celebra el domingo después al de Pentecostés y fue introducida, oficialmente en la iglesia, por el Papa Juan XXII, en el año 1334.

Mafalda Cirenei

Publica desde marzo de 2020

Suelo pensar que todo pasa por algo, que somos instrumentos preciosos y que estamos llamados a cosas grandes. Me enamoré del arte siendo niña gracias a mi madre, sus cuentos y las clases clandestinas que nos impartía en los lugares a los que viajábamos. Soy mitad italiana, la mayor de una familia muy numerosa y, aunque termino encontrando todo lo que pierdo debajo de algún asiento de mi coche, me dicen que soy bastante despistada. Confiar en Dios me soluciona la vida.