Conócete a ti mismo. Antaño, frase griega inscrita en el templo de Delfos. Hoy, mantra de los libros de autoayuda. Todos queremos ser nosotros mismos. Pero casi nadie lo es, pues se pretende construir esta identidad al margen de Dios, que es su Creador, principio, sentido y fin.

¿No te has fijado en que, hoy en día, todos intentan ser distintos, y acaban siendo todos iguales? La misma ropa, la misma ideología política, las mismas consignas que repiten sin pensar, la misma aceptación acrítica de modas absurdas, etc. En cambio, me parece que con los santos sucede exactamente lo contrario. Ellos intentan ser todos iguales, dado que miran y tratan de imitar al mismo modelo, Jesucristo. Y, sin embargo, acaban siendo todos diversos. Seguramente no se te ocurran muchos puntos en común entre San Francisco de Asís y San Fernando III, San Agustín y Santa Teresita de Lisieux.

Una de las claves nos la da esta última, cuando describe el mundo como un gran jardín en el que hay toda clase de flores: rosas, lirios, margaritas, violetas, etc. Este es el jardín que Dios quiere. “Comprendí que si todas las florecitas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral” (Historia de un alma, capítulo 1). Esto es lo que promueve el mundo secular. Te dice que seas independiente, para que pierdas tus raíces y referencias y entonces poder manipularte mejor y llevarte a que seas el único estándar de éxito que él considera aceptable.

Florecillas del jardín de Dios

No es así con Dios. Hay gente que tiene miedo a perder su identidad si persigue la santidad, creyendo que entonces se va a convertir en un “cristiano tipo”. Es decir, una idea de cómo debe ser un cristiano que está basada o en algún cristiano que ha visto al que no le gustaría parecerse, o en una imagen burlesca y estereotipada.

También puede darnos miedo la manera de expresarse de San Juan Bautista, “Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar” (Jn 3, 30) o de San Pablo, “vivo, pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). ¿Será entonces que, cuando uno se acerca a Dios, se pierde a sí mismo y se convierte en una marioneta?

Dios y el yo

Nada más lejos de la realidad. Dios no anula nuestra personalidad, nuestra identidad, nuestro yo. Después de todo, es Él quien lo ha creado, y es un artista orgulloso de su obra. Es más, la única manera de conocernos verdaderamente a nosotros mismos, crecer, y encontrar nuestro yo pleno para poderlo irradiar al mundo, es acercarnos lo más posible a Dios, hasta entrar en Él.

Esto es así porque Dios es infinito, y cada uno está llamado a reflejar una pequeña parte de Él, de modo que hay de sobra para todos, y de hecho sería una pérdida muy grande intentar ser como otra persona cuando todavía quedan tantas cosas maravillosas de Dios por reflejar en el mundo. No hemos de tener una mentalidad de escasez, sino de abundancia. Qué pobreza sería pensar que, si Dios vive en nosotros, solo nos podrá hacer ser y actuar de una manera determinada.

Vida perdida y encontrada

Sucede que a veces leemos que Jesús dice: “Quien quiera salvar su vida, la perderá” (Mt 16, 25). Y nos asustamos y dejamos de leer. Nos empeñamos casi con redoblado ahínco en salvar nuestra vida, nuestras cosas, nuestro yo. No queremos perderlos y, sin embargo, es inevitable. Alejándonos de nuestro Creador, pronto perdemos nuestra esencia y somos presa fácil para que el mundo y el demonio nos vayan engañando.

Olvidamos que el versículo continúa: “Pero el que la pierda por mí, la encontrará”. O sea, que sí hay una manera de no perdernos, que es entregarnos del todo a Dios. ¿Por qué esto no nos lo creemos? Seguimos pensando que, si rendimos nuestro yo a Dios, quedaremos alienados, limitados. ¿Sabes lo que en realidad es limitado? Nuestro concepto sobre nosotros mismos.

Si estamos dispuestos a renunciar a la idea que tenemos sobre quiénes somos y cómo debería ser nuestra vida, pero no en el sentido de tirar eso a la basura, sino de ponerlo a los pies del Señor, encontraremos la verdad sobre esto. Y será mucho más grande y bella que nuestra idea. Santa Catalina de Siena nos exhorta así: “Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero!” (Carta 368). Si quieres ser un bonito y correcto maniquí, haz como dice el mundo y sé tú mismo. Si quieres prender fuego a la tierra, descubre quién eres en Dios.

“Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero!”

Afortunadamente, no es algo que tengas que trabajarte a puños, sino que irá sucediendo de forma natural según te vas dando a Dios y Él se te va dando a su vez, en la oración y, de manera privilegiada, en la Eucaristía. Si practicas el abandono confiado por estos medios, cada vez serás menos “tú”, más Él y, en consecuencia, más tú. Porque lo único que en justicia podemos decir que es solamente nuestro es el pecado. ¿Quieres que eso te defina? Según vas quitando eso tuyo, queda y brilla más lo Suyo, que es tu yo pleno.

Para ser tú tienes que conocerte. Y para conocerte, tienes que conocerle a Él. Y para conocerle a Él, tienes que dejarle ser en ti. Puede parecer un acertijo, pero es muy sencillo (al menos en la teoría): déjate amar por Él sin guardarte ningún aspecto de ti.

Paola Petri Ortiz

Publica desde marzo de 2019

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Historiadora reconvertida en emprendedora, entrenadora personal y nutricionista. Apasionada de la salud espiritual, mental y física. Enseñando a cuidar de nuestro cuerpo como Dios cuida de nuestra alma. Aprendiendo a dejarme amar por el Corazón de Jesús.