Salgo de cenar en casa de unos amigos recién casados y me cojo un metro hacia Moncloa. La belleza de su entusiasmo por el futuro y el amor a su vocación me persiguen todavía (cómo un perfume que tarda un rato en irse).

Me fijo en la gente. Lo primero que veo al entrar es a un hombre grande, de origen africano, con una camiseta que lleva de estampado un círculo desde donde sale tanto el símbolo masculino (hacia arriba), cómo el femenino (hacia abajo) y enmedio un signo de interrogación.

Me siento en uno de los sitios libres y sigo observando a la gente. No lo hago aposta, pero no llevo cascos y me da pereza mirar el móvil.

De repente aparece un chico joven apoyado en una de las puertas. No le he visto entrar. Tiene los brazos tatuados y lleva gafas de sol (aún estando bajo tierra y siendo las diez y media de la noche). Viste en contra de los estándares establecidos porque son un mero invento de la sociedad. Quizás tenga nombre de chica pero no me ha dado tiempo a preguntarle.

Enfrente de mi hay una mujer latina acompañada, posiblemente, por su hija y su hijo. La niña tiene puesto un vestido muy poco elegante (para no ser usado de bañador) y le propone a su madre un cambio de ruta que esta le niega.

Al fondo un hombre mayor acaricia la espalda de su mujer. Están ambos de pie y esperan a la inminente apertura de las puertas del vagón. Parecen cansados y aquel cariñoso movimiento, se convierte casi en un gesto de ánimo. Eso sí me recuerda más a lo que acabo de vivir en casa de mis dos amigos.

Ayer, mirando insta, volví a toparme con las historias de aquella mujer que odia a los hombres y suele repetirlo bastante. Justamente el otro día decidí preguntarle si su padre y su hermano le habían hecho algo (por asegurarme, no fuera a ser que no se hiciera justicia). Me contestó que no. Seguí indagando. No. Tampoco ninguno de los amigos que teníamos en común. No se fiaba de los hombres y punto. “Generalizando no hago daño a nadie”.

Siento que he cambiado de mundo. Lejos ha quedado aquella contagiosa alegría que me invadía hacía apenas unos minutos.

Hablando de hombres. Hoy un coche se ha chocado dando marcha atrás y tras lo cual nos ha gritado a otra amiga y a mí: “¡Por miraros a vosotras!”. No sé si me ha hecho gracia. Luego he empezado a darle vueltas al tipo de miradas que existen. Algunas te roban la libertad pero otras te roban sonrisas. La clave siempre está en la mirada. Con mi padre, mi hermano, mis primos y mis amigos, no quiero que se generalice. Gracias.

Hasta hace poco no entendía bien que significaba ser testimonio vivo. Tampoco me había parado nunca a pensarlo.

Tere y Álvaro me lo dejaron muy clarito y machacado el otro día en su boda. Bastó con escuchar, en confidencia, los deseos de aquellos que supuestamente no perseguían algo como lo que ellos tenían. “Todos queremos un amor de verdad, que nos quiera sin límites ni condiciones, dispuesto a entregarse enteramente por nosotros” fue mi conclusión.

Sí. Así es como Dios nos quiere. Jesús entregó su vida por amor en una cruz. Todos los amores son un reflejo de ese amor (en mayúsculas). Hasta la creación del mundo es el resultado de una entrega mutua.

Me doy cuenta de que muchas veces basta con ver para aprender, para distinguir lo malo de lo bueno, y lo bueno de lo mejor. La verdad no pasa desapercibida porque tú corazón descansa en la belleza.

Dar testimonio vivo es básicamente dar ejemplo. La felicidad es envidiable y contagiosa. Tiene el magnánimo poder de crear un efecto dominó capaz de cambiar el mundo.

Mis amigos, al casarse, no eran conscientes de todo el bien que harían. Hoy he intentado explicárselo. “Mafa, nosotros no, Dios” me han contestado con una sonrisa. Pues eso: testimonio vivo.

Mafalda Cirenei

Publica desde marzo de 2020

Suelo pensar que todo pasa por algo, que somos instrumentos preciosos y que estamos llamados a cosas grandes. Me enamoré del arte siendo niña gracias a mi madre, sus cuentos y las clases clandestinas que nos impartía en los lugares a los que viajábamos. Soy mitad italiana, la mayor de una familia muy numerosa y, aunque termino encontrando todo lo que pierdo debajo de algún asiento de mi coche, me dicen que soy bastante despistada. Confiar en Dios me soluciona la vida.