El evangelio de San Juan inicia con un prólogo de gran belleza que explica de manera muy profunda y con un sentido teológico altísimo la historia de la Salvación.

Este texto está escrito para una comunidad que ha madurado en su fe. Y es que, seguramente, cuando san Juan escribe su evangelio, ya tenía frente a él a una comunidad que había caminado mucho en el camino de la fe y, a la vez, ya conocía el evangelio de Jesucristo.

Por eso, el autor inicia de esta manera: quiere dar un mensaje concreto a las personas que van a leer su escrito y, movido por el Espíritu Santo, anuncia de entrada a Jesucristo, como el Verbo de Dios.

Y, este Verbo (algunas versiones traducen Palabra), tiene predominio por todas las cosas y de Él emana la vida.

En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.

San Juan 1, 4-5

Juan, discípulo amado, con un lenguaje lleno de metáforas, pero profundo y lleno del Espíritu Santo, de la naturaleza del Hijo de Dios, pero, de entrada, aclarar nuestro llamado: ser hijos de la luz.

La vida misma es Jesús y de Él procede todo (Juan 1, 3. 3, 16) y, al ubicarlo nada más en la entrada de su evangelio, San Juan tiene un claro mensaje: todo lo que vive, solo vive, existe, se desarrolla, crece y encuentra su plenitud en Jesucristo que es la vida y es la luz de nuestra vida.

A la vez, el evangelista advierte que hay una cara adversa a lo que es Jesucristo: existen también las tinieblas. La contraposición hacia la obra y el llamado de Jesucristo, ha estado presente desde los cimientos mismos de la historia del hombre y estará presente hasta el final de los tiempos.  No debemos ignorar este aspecto.

El mundo intentará, que no lo conozcamos, aunque sea el primer anuncio de Jesucristo a nuestras almas. No hay camino que la luz, Jesucristo, no pueda recorrer, con tal de presentarse ante nosotros: hemos sido generados en Él, hemos germinado en Él y en Él también hemos de dar frutos. Sin embargo, es claro que hay una oposición a la luz.

Existe un riesgo latente de caer en la oscuridad del pecado y de la muerte. Porque fuera de la luz que es Jesucristo, eso es lo que vamos a encontrar: el fracaso de la muerte, la esclavitud del pecado, la decadencia del corazón del hombre y la perdición del alma, en la enemistad con Dios.

Pero es claro que no todo está perdido. La belleza de este pasaje no solo es que Jesucristo es vida y es luz, sino que, aún y a pesar de nuestro pecado, podemos hacernos (y lo somos, por el bautismo), hijos de esa luz que es Jesús mismo.

La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios.

San Juan 1, 9-13

Dios mismo desciende y cubre nuestra naturaleza con la suya y la adorna con su belleza. En nuestro bautismo, en la confirmación de nuestra fe, nos introduce en el seno de sí mismo, en su Iglesia, para que llenos de su gracia podamos participar del mismo gozo que Él da: tener comunión con Dios es un coloquio de un Amor profundo. Uno más fuerte que todos los amores de la historia del hombre, juntos e incendiados al mismo tiempo.

Dios quiere hacernos Pascua Eterna con su Amor Misericordioso. 

Ser hijos de luz es, por tanto, saberse y entenderse Amados por el Amor. Ese Dios eterno que no solo nos rescata, sino que nos da su misma naturaleza, de su luz, para ser luz con Él por su propia Voluntad.

Edwin Vargas

Publica desde marzo de 2021

Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.