Una de las figuras más sobresalientes del Cristo del Evangelio —si bien todas ellas nos deslumbran con su ser y con su obrar— es la de Cristo Maestro. Este Jesús amigo de los hombres que en un plazo de 3 años se entregó a una vida completamente abocada a instruir y enseñar, yendo de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, y lo hacía a través de parábolas, en conversaciones o con su mismo ejemplo.

Pero de todas sus enseñanzas, la que más resalta —y, me animo a decir— da sentido a todas las demás, es la cruz. En la Cruz, y desde ella, Cristo nos deja su más preciado legado, por el cual proclama esta insólita e inaudita verdad: hay que morir, para vivir. Y nos enseña con una belleza singular cómo hay que hacerlo, esto es, a través de la Cruz; en parte, por medio del sufrimiento.

Y el sufrimiento existe, nos toca a todos, sin excepción. Más de uno se habrá preguntado en lo particular: “¿Por qué a mí?”, “¿Qué hice para merecer esto?”; o desde lo más universal, la perpetua duda que muchos se plantean ante guerras o catástrofes naturales: “¿Por qué Dios permite que esto ocurra?”.

Alguno podría tener una imagen de Dios como Alguien impotente, o débil. Sabemos que Dios es Todopoderoso, la explicación a por qué no suprime el mal y el dolor que hay en el mundo es porque Él es coherente con su creación; si nos creó libres, a su Imagen y Semejanza, respetará nuestra libertad, y a veces, es nuestra misma fragilidad (libertad mal usada) la que nos acarrea males y padecimientos, algunos irreparables o insoportables.

Sí existe una manera de hacer del dolor y el sufrimiento algo soportable y llevadero. Pero solo si lo soportamos y llevamos con Cristo. Tenemos que mirar al Varón de Dolores, crucificado y traspasado; allí está, abrazado y hecho uno con el madero, mostrándonos cómo se puede amar y sufrir hasta el extremo.

Él es nuestra fuerza y nuestro consuelo, pues no hay dolor humano, por grande que sea, que Él no haya padecido en vida. Él no es ajeno a nuestro dolor, no se hace a un lado, no pasa indiferente: Él camina con nosotros, comparte nuestra misma suerte y participa de nuestros tormentos y fatigas. Y quiere enseñarnos a cargar los nuestros.

El dolor se manifiesta de modos muy diversos, y es, lamentablemente, inseparable de nuestra condición humana. Es así desde que el hombre habita la tierra; por esa primera desobediencia que lo alejó de su Creador, vive errante y peregrino, sin reposo ni descanso, ganando el pan de cada día con el sudor de su frente. El dolor nos alcanza a todos, pero ninguna de sus fórmulas es querida por nadie. Sin embargo, Jesús llama bienaventurados, dichosos a “los que lloran y los que sufren en esta vida, porque serán consolados” (Mateo 5, 4).

La pregunta que cabe aquí sería, ¿es Jesús un masoquista? En repetidas ocasiones nos habla de la Cruz, y en los últimos capítulos de su Vida, nos demuestra cómo no escapó de ella, ni de los dolores y tormentos que implicó cargarla, entregándose a un terrible dolor por amor a aquellos que nada le habíamos dado. Dios Hijo sometiéndose a la muerte, y muerte de Cruz, por cada uno de nosotros; muerte que, no olvidemos, vuelve a hacerse real en cada Misa.

Él canceló el acta de condenación que nos era contraria, con todas sus cláusulas, y la hizo desaparecer clavándola en la Cruz. Col 2, 13-15

Y aquí yace la belleza de este misterio: Él unió el dolor con el amor, para que podamos también nosotros llegar al Amor por el dolor. Nos lo dejó demostrado en la Cruz: Cruz es sinónimo de dolor, pero también es sinónimo de amor.

El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 1 Cor 13, 7

Y así nos pide Cristo que amemos: sufriendo. O más bien, así nos pide que suframos: amando. Pero, ¿amando a quién? Si miramos, en la Cruz está la respuesta. Dos maderos forman el leño de la Cruz: uno vertical, que une el Cielo con la tierra, para enseñarnos que nuestro primer amor debe ser con nuestro Padre Dios; otro horizontal, que pretende unir a los hombres entre sí para que se reconozcan hermanos, hijos del mismo Padre.

Pero el amor también es humildad. Precisamente, el escándalo de la Cruz radica en el hecho de que Dios, siendo Dios, quiso hacerse hombre; siendo infinito, quiso anclarse en el tiempo; siendo fuerte, quiso hacerse vulnerable y necesitado. Y lo que es más sorprendente, nos lo expresa San Agustín con esa exquisita sencillez tan propia: “Si El murió porque quiso, murió también como quiso” (Carta 140, 64). Murió pequeño, siendo humillado y burlado, para luego ser elevado, ensalzado y glorificado. Una vez más, pone de manifiesto la verdad fundamental que es el eje de toda su doctrina: no hay Gloria sin cruz.

Fue por el pecado que entró el dolor al mundo. Y es por la Gracia que debió ser sublimado. Por la Fe en Cristo y en la Vida Eterna, el dolor tiene sentido salvífico, se vuelve fecundo y llevadero. Si no, ¿cómo se explica el testimonio de tantos hombres, mujeres y niños, que mientras eran apedreados, quemados, heridos, mantenían la vista en el Cielo, con una Fe inquebrantable e incluso perdonando públicamente a sus verdugos? Todos ellos nos hablan del dolor como camino hacia el Amor; mártires que con su vida, y en especial con su muerte, siguieron a Jesús a lo largo de su Via Crucis sin titubear, porque esperaron y desearon (por sobre la salud, la comodidad y la vida misma) el premio prometido a los que son perseguidos a causa de Cristo.

Para poder decir que amamos a Dios y ser coherentes con ello, debemos amar lo que Él ama, pensar como Él piensa, actuar como Él lo haría. ¿Podremos entonces como Jesús, amar mientras sufrimos, mientras duele la herida, mientras sangra el corazón?

Porque muchos son los amantes de su reino celestial, pero muy poquitos los que se ofrezcan a llevar su Cruz. Muchos los que desean la consolación pero muy pocos que quieran la tribulación. Muchos los compañeros para la mesa, y pocos para la abstinencia. Todos quieren gozar con Cristo pero pocos sufrir algo por Él. Muchos siguen a Jesús en partir el pan, mas pocos son los que quieren beber el cáliz de la Pasión. Tomás de Kempis, Imitación de Cristo

Leemos su Palabra, que nos dice a través del evangelista San Mateo: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.” (Mt 16, 24). Tres cosas nos sugiere Cristo: renunciar a nosotros mismos, entiéndase a nuestras pasiones desordenadas y malos hábitos que nos alejan de Él; cargar con nuestra cruz, que está hecha a medida de lo que cada uno puede cargar, ya sea física o espiritual; y seguirlo, es decir, ir tras Él, sufrir con Él, en Él, por Él y para Él.

No hay otro camino: por el dolor bien asumido y cargado amorosamente llegaremos al encuentro con el Señor. ¡Cuánto encanto y belleza se esconden en este cristiano desafío! Entonces… ¿por qué tememos tomar la Cruz por la cual se va al Reino de los Cielos?

La pobreza, las tragedias y accidentes, las enfermedades, las traiciones, los dolores humanos más inaguantables y las miserias más grandes, toda tortura y todo tormento, deben ser vistos por nosotros como jugosas oportunidades para seguir subiendo esta escalera que es la salvación de la propia alma. Usemos, como los santos y mártires, cada dolor como un verdadero peldaño que no solo nos marca el camino, sino que es el único para llegar a Dios, que es Amor.

Y cuando en ese camino parezca que el madero se hace más pesado, que no quedan ya fuerzas, que estamos solos, en esa “noche oscura del alma” como decía San Juan de la Cruz, es cuando más presente se hace Dios, como un padre que asiste, abraza y alza al hijo que llora y que no quiere seguir caminando.

¡No temas, porque Yo estoy contigo! Isaías 41, 10

Que María Santísima, experta en soportar dolores, nos enseñe cómo se sufre sin dejar de confiar, y cómo se ama aun en medio de la incertidumbre y la agonía. Preparemos nuestros corazones en este tiempo cuaresmal, para poder aceptar, abrazar y cargar nuestras cruces cotidianas con paciencia y con amor. Santa Teresa de Ávila sabía que “en la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el Cielo” (Poema a la Cruz). Una Eternidad me aguarda. ¿A qué esperamos entonces? ¡A ganar con el trabajo, el descanso; y con el dolor, el goce! Y algún día llegaremos, si perseveramos, a estar en la presencia de Dios, y alabarlo por siempre con sus Santos.

María Florencia Haddad

Publica desde enero de 1970

Miembro del equipo de redacción de Tolkian.