Son muchas las cosas que pueden invadir nuestra mente al oír hablar de “paz interior”. Supongo que lo primero que pensamos generalmente es en un lugar, aroma, melodía o compañía que nos evoque ese sentimiento de tranquilidad. Pero cabría preguntarnos: ¿qué es verdaderamente la paz interior? ¿En qué consiste? ¿Cómo puedo alcanzarla?

La paz es —según San Agustín de Hipona— la tranquilidad en el orden. Es decir, un sentimiento de estabilidad que se alcanza cuando mi contexto está ordenado, cuando cada cosa se encuentra en su lugar correcto, en su momento correcto. Podríamos decir que hay paz cuando hacemos lo que debemos hacer; esa certeza de que en el momento en que debo estudiar lo hago, y que cuando es hora de divertirme y descansar también puedo hacerlo bien. El corazón en paz es aquel capaz de disfrutar cada momento en su afán propio, sin arrebatos, sin la imperiosa necesidad de moverse constantemente o de encontrarse siempre en actividad desesperada. Paz puede alcanzar el que trabaja, el que estudia, el que descansa, el que ríe e incluso el que llora. Paz podemos alcanzar todos: cuando encontramos ese orden de las cosas, ese orden interior, esa fabulosa armonía que la naturaleza misma nos transmite.

Podríamos entonces pensar en el hombre y su intento por poner “las cosas en orden”. Podríamos pensar primero en sus necesidad básicas y biológicas, que deben ser cubiertas pues ya decía Santo Tomás de Aquino que la Gracia supone la naturaleza. La eleva, claro; pero la supone y en algún punto la “requiere”. Poner las cosas en orden también tendrá que ver con nuestras necesidades intelectuales; que nuestra mente esté ocupada y trabajando nos hace bien, porque pone en acto esa potencia maravillosa que Dios nos regaló y la desarrolla, la cultiva y la moviliza, y así el hombre también se va plenificando. Además, ordenarnos supone un orden desde lo afectivo, desde lo social. Nuestros amigos, nuestra familia, nuestra pareja. Un hombre o una mujer ordenados buscan esa relación social, ese contacto humano con sus semejantes y eso también les ayuda a crecer y a encontrarse como seres “políticos” que somos, tal como decía Aristóteles. Todo esto es parte del orden humano, sin duda. Sin embargo, el hombre ha sido creado por Dios, y hacia Su semejanza. Y ha puesto en su corazón un deseo intrínseco e inapelable de alcanzarlo, de buscarlo, de estar con Ese que le ha creado. Existe en nuestros corazones una necesidad imperiosa de estar con Jesús, de permanecer con Él. Y es aquí donde aparece una dimensión espiritual que también reclama ser ordenada y atendida: nuestra alma. Ordenarnos como hombres implica ordenar nuestra alma, recorrerla y conocerla; porque es parte constitutiva de nuestra condición humana y no mirarla es tan o más nocivo como no mirar nuestra necesidades corporales.

Ordenar nuestra alma es acercarla al que es su origen y destino, su Creador, su Padre. Ordenar nuestra alma es llevarla donde ella naturalmente quiere dirigirse. Ya lo repetía San Agustín en las Confesiones: “nuestro corazón está inquieto hasta descansar en Ti, Señor”.

Pero entonces si la paz interior, la paz del alma, es estar con el Señor… entonces no alcanzaremos la paz hasta que muramos y nuestra alma pueda abrazar al Creador. Así es. La Bienaventuranza final de encontrar al Señor y unir nuestra alma a Él solo podremos alcanzarla luego de esta vida terrena. Sin embargo, del mismo modo que Dios bendice al hombre en la tierra y le concede dones y regalos espirituales de gran belleza, también lo hace con la paz. Dios es capaz de conceder paz interior aun cuando las cuestiones humanas no están del todo bien. Aun en la tristeza, en los problemas económicos, en las crisis familiares; Dios puede concedernos el regalo de su paz, o hacernos participar de algún modo en aquella paz de la que gustaremos algún día con Él.

En paz me acuesto y me duermo, porque solo Tú, Señor, me haces vivir confiado Salmo 4, 8

La paz es un regalo de Dios, un don gratuito que quiere concedernos. No se trata de un trofeo a quien más reza, tampoco a quien pasa más horas en la Iglesia. Se trata de un bálsamo suave para el alma al que Dios convida a aquellos que le buscan constantemente. Por ello señala el Salmo: “en paz me acuesto, porque solo Tú, Señor, me haces vivir confiado”. No me acuesto en paz porque tenga dinero, tampoco porque hoy me divertí jugando; sino por la insustituible certeza de que Dios está conmigo, y yo estoy con Él. Allí aparece la tranquilidad en el orden de que estoy donde debo estar. Como en todo, nuestro deber es disponernos y disponer nuestra alma para recibir esa paz, porque esa paz implica estar con Cristo en el alma. La paz interior no resulta posible si no nos esforzamos activamente en generar espacios de oración, en consagrar nuestra cotidiana obligación a Dios, en frecuentar los Sacramentos, en contemplar la belleza, en hablar con Aquel que espera escucharnos siempre. Si no disponemos nuestra alma entonces no estamos listos para recibir la paz que Dios quiere darnos. De este modo lo expresa la carta a los cristianos de Filipo:

Pongan en práctica lo que de mí han aprendido, recibido y oído, y lo que han visto en mí, y el Dios de paz estará con ustedes. Filipenses 4, 9

El Dios de paz estará con vosotros; pues uno de los frutos de la acción del Espíritu Santo es justamente la paz. Cuando el Espíritu de Dios se hace presente en nuestras vidas, entonces el alma alcanza esa paz que le es compartida por Dios. Es un don bellísimo que otorga al corazón un enorme gozo y alegría, y sosiega nuestra conciencia tantas veces inquieta.

Ya decía San Agustín lo siguiente acerca del don de la paz:

Habitualmente nada se oye con mayor complacencia, nada se desea de más atrayente, en fin, nada se consigue de más bello. San Agustín, La Ciudad de Dios

En el mundo que hoy nos toca, la paz es un bien escondido, relegado, cuyo precio pocos desean pagar pues porque exige renuncias, silencios, escucha, abandonos y abnegaciones. Pero aquellos corazones turbados que jamás han podido detenerse a mirar hacia dentro, jamás han podido gustar tampoco de ese regalo. Estamos invitados a recostar el alma en los brazos de Dios y las manos de María; a descansar en el regazo tranquilo de la Madre con la profunda certeza de estar donde debemos estar: con el Señor. Allí podremos decir que estamos en paz, que conocemos la belleza de esa paz interior.

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.