Aún recuerdo aquel verano cuando iba a Misa acompañado de mi preciosa novia. Corría una suave brisa que acariciaba nuestros rostros y en un breve instante mágico pude capturar para la mujer que caminaba a mi lado un te quiero… Baaaaah, ¡este que se las da de poeta! ¡Nada que ver! Jajajaja.

Querido hermano, no sabía como comenzar este artículo, así que después de intentarlo de varias formas posibles y a su vez inútiles, opté por lo que mejor se me da; ser yo mismo.

Soy un joven de 83 años. San Juan Pablo II

Bien. Lo cierto es que el verano pasado me di cuenta de algo que me hizo pensar mucho. Un domingo cualquiera iba con mi novia a Misa y al entrar nos encontramos la parroquia llena. No cabía un alma. Tomamos asiento y comenzamos a celebrar la Santa Misa.
Durante el acto, empecé a observar que el 99.9% de las personas eran jóvenes. Jóvenes en el espíritu, claro. Es más, ¡los únicos jóvenes físicamente hablando éramos mi novia y yo! Me entró mucha tristeza porque me pregunté qué será de la Iglesia cuando nuestros abuelos ya no estén.

Al principio me asusté, pero al rato comencé a pensar. Todos aquellos ancianitos, con tantas cosas vividas, con miles de tropiezos en la vida estaban allí, delante de Cristo. Me pareció tan increíble ver el fervor y la entrega que tenían a Dios que se me humedecieron los ojos. El Señor me estaba regalando contemplar una escena única de entrega. Una escena que tras contemplarla supe que había planteado mal la pregunta. Debí haberme preguntado antes por Quién estaban allí, no qué pasará cuando no estén.

En una sociedad donde nuestros abuelos parece que ya no sirven, que no tienen nada que enseñarnos, que están pasados, resulta surrealista pensar que son las columnas que están sosteniendo nuestra Iglesia. Son la luz que nos está indicando el camino hacia el Señor. A través de su perseverancia y su fragilidad tocan directamente el corazón de Dios y nosotros sin darnos cuenta de ello. ¿Qué nos piden a cambio? Nada. Absolutamente nada. Lo hacen por amor. Son inocentes porque se han vuelto como niños. Y, ¿qué hace un niño inocente? Amar.

Al darme cuenta de esto, pensé en que cuando nacemos somos completamente inocentes (sin tener en cuenta el peso del Pecado Original). Dejamos de ser niños y a medida que vamos creciendo, parece que es obligatorio ir perdiendo esa inocencia característica de un niño para pasar a ser un adulto. Los golpes en la vida nos hacen dudar. Los tropiezos nos hacen caminar indecisos con una infinidad de preguntas a nuestras espaldas. Nacimos puros y nuestra propia libertad mal empleada nos va moldeando para que esa pureza se vaya tirando por los suelos poco a poco.

Sin embargo, en los ancianitos ocurre todo lo contrario. Y es que han recibido ya tantos golpes en la vida, que eso les ha hecho darse cuenta de lo que verdaderamente es importante. Les ha hecho ver dónde está la vida. Que las caídas sólo son unos malos momentos, pero Jesús está siempre. Por eso, mientras les veía rezar en aquella Misa di las gracias a la Virgen por cada uno de ellos. Porque gracias a los abuelos comprendí que en la vida siempre tendremos una oportunidad para recuperar aquella inocencia que el Señor nos dio al nacer. Para que cuando llegue nuestra hora, podamos ser de nuevo niños ante Dios.

Un ancianito no tiene fuerza, no puede darte un bofetón, y en algunos casos ya apenas puede hablarte. Pero, ¿has probado alguna vez mirar a tu abuelo o abuela a los ojos de cerca durante unos segundos? Te darías cuenta que la fuerza que ellos tienen es distinta. Es la fuerza del amor. Es una mirada limpia, rodeada de arrugas que simbolizan todo lo que pasaron; alegrías, caídas, sonrisas y lágrimas. Una mirada que te atraviesa y no te deja indiferente. Porque ellos saben de qué va esto. Ellos comprenden infinitamente mejor el misterio de Dios.

Por ello, querido hermano, te invito a reflexionar sobre esta belleza encerrada en la mirada de un ancianito. Cierra los ojos y piensa en tus abuelos. Si puedes, llámales y diles sin miedo que les amas, agradeciéndoles todo lo que han hecho en su vida. Porque para ti el esfuerzo será mínimo, sin embargo para ellos supondrá el regalo más grande; saber que su nieto ha reconocido el paso firme de Dios en sus vidas.

Dimitri Conejo Sanz

Publica desde febrero de 2019

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Católico y español. Diseñador y desarrollador web. Pongo mis dones al servicio de Dios para dar a conocer la Iglesia al mundo entero desde un trabajo profesional y bien hecho. Enamorado de cualquier cosa que tenga que ver con capturar la creación en un instante.