Hoy en día se ha vuelto muy común tener la opción de escoger a qué “iglesia” pertenecer. Como quien elegir lo que es mejor para sí mismo. Pero esto nunca fue así.

El Señor Jesús planteó en su Evangelio una perspectiva distinta respecto de ser Iglesia.

El apóstol San Pablo se refiere a este tema tan pronto como en el nacimiento de la comunidad cristiana cuando se dirige a la congregación reunida en Éfeso, donde había mucha polémica alrededor de esto, diciéndoles que debían perseverar en “un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.” (Efesios 4,4).

Pero, ¿de quién es este cuerpo? Este cuerpo es el mismo de Cristo, en un lenguaje místico y también podemos llamarle Iglesia (del latín ecclesiae, “asamblea, congregación”). Pero siendo este el cuerpo de Cristo y siendo que Cristo solamente es uno podemos afirmar de entrada que hablaremos de una sola Iglesia, un solo cuerpo, en correspondencia con la singularidad del Hijo.

Siendo Cristo una persona verdadera, hombre verdadero y Dios verdadero, goza de una unicidad completa y perfecta con sus miembros, en un nivel espiritual, como una persona la goza a nivel físico con sus órganos y partes.

Habiendo afirmado lo anterior y basándonos en ello, podemos afirmar sin temor al error y añadiendo el amor de Cristo a los hombres en su divinidad, que si el hijo es Uno, es Santo por cuanto es Dios, vino por todos, es decir, se hizo universal y requirió de colaboradores para su obra, sus apóstoles, así también su Iglesia será reflejo de Aquel que le dio origen y ésta será una, santa, católica (universal) y apostólica.

En este artículo quiero centrar la atención en el primer aspecto: la Iglesia es una. Esto implica unidad, pues no se puede ser una y estar dispersa. La Real Academia de la Lengua dice que unidad es la “propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere”. Esto indica que, intrínsecamente, la subsistencia misma de lo que es uno depende de la unidad de sus partes. La Iglesia también existe porque es una.

Jesús habla al Padre y pide por los suyos diciendo “Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Juan 17, 17-21). ¿Quiénes son los que están a su lado? ¿Quiénes son los que creeremos por sus palabras? ¿De qué clase de unidad habla? Los que están a su lado y el resto que van a creer por la palabra de los primeros son los apóstoles y los bautizados respectivamente, y juntos formamos una Iglesia. Pero esta Iglesia debe estar unida en el mismo nivel que el Hijo con el Padre, y además esta unidad debe ser visible para que el mundo crea.

El Catecismo de la Iglesia dirá que la Iglesia es una debido a su origen: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas.” La Iglesia es una debido a su fundador: “Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo” (GS 78, 3). La Iglesia es una debido a su “alma”: “El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia” (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia. Clemente de Alejandría, paed. 1, 6, 42

Sin embargo, como planteaba al comienzo de este artículo, en la realidad de nuestros días, existen otras “ofertas” religiosas que no están dentro del seno de la Iglesia. ¿Pecamos si nos acercamos a estas “formas” de la fe? Esto tiene dos respuestas:

  • Si conoces que Jesucristo definió a la Iglesia católica como su Iglesia y que debemos perseverar en este bautismo y en la belleza de esta fe, hay un pecado muy fuerte, porque obraríamos contra lo que es correcto: participar de la comunión de la Iglesia en su unidad.
  • No pecan o tienen menor culpa quienes por falta de formación, ignorancia o desconocimiento, participan de estas sectas religiosas. Sin embargo, los que sí tenemos conocimiento de ello, estamos llamados a evangelizar y formar a las personas en la unidad de la Iglesia.

La unidad debe ser preocupación de todos los católicos. El catecismo nos dice que: “La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores” (cf. Unitatis Redintegratio, 5). Pero hay que ser “conocedor de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana”. Por eso hay que poner toda la esperanza “en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros, y en el poder del Espíritu Santo” (Unitatis Redintegratio, 24).

Debemos procurar con nuestros propios gestos y actitudes, la unidad de la Iglesia, permaneciendo orantes, formados como católicos, y ayudando a toda persona que tenga dudas, a solucionarlas con la belleza de la luz del Espíritu Santo.

¡Alabado sea Jesucristo! ¡Ahora y por siempre!

Edwin Vargas

Publica desde marzo de 2021

Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.