Hace poco decidí unirme a la iniciativa de una amiga para rezar por los bebés no nacidos. Todos los viernes he acudido al hospital de mi ciudad y rezo fuera del edificio, a la vista de todos. Para bendición mía, he tenido la gracia de que cada viernes una persona distinta me ha acompañado a rezar, y en una de esas ocasiones conocí a Doña Edith.

Juntos rezamos el santo rosario. Recuerdo el saludo que me dio al llegar, con su sonrisa entusiasta y sus ojos que de alguna forma me mostraban su energía, marcados por la edad y el sol implacable, pero enmarcados alegremente por unas gafas de color rosa.

Al terminar nuestra oración a María, conversamos un poco. Éramos personas nuevas para ambos y naturalmente, después de las presentaciones religiosas, conversamos un poco sobre nosotros.

Ella me platicó un poco sobre su vida y su preocupación ante la situación que actualmente vivimos en lo que a la vida y la familia se refiere, y una cosa llevó a la otra, y así llegó a hablarme de un problema con el que ella vivía desde hacía ya algunos años, artrosis en sus rodillas.

Para mí fue impactante sentir, por insistencia de ella, cómo se tallaban entre ellos los huesos de sus rodillas, sin ningún cartílago entre uno y el otro, cada vez que ella hacía una leve flexión. Y no pude evitar hacer una cara de angustia por el dolor que inmediatamente me imaginé que podría provocarle y que ella evidentemente habría de sufrir.

Doña Edith, sin embargo, se mostraba alegre conmigo, en calma y hasta entusiasta. Y estoy seguro que también estaba sorprendida por la misma sensación que sentí al tocar sus rodillas.

Quizá la mayoría de las personas (me incluyo) conocemos sólo superficialmente lo que es el dolor y el sufrimiento, aunque en algún momento nos hayamos encontrado en una situación de angustia y tristeza. Naturalmente, es algo de lo que siempre buscamos escapar.

Si bien hemos sufrido de alguna enfermedad o de alguna herida emocional, por más que busquemos huir de nuestro dolor, en alguna ocasión también, habremos de enternecernos o sorprendernos acerca de lo que el mismo dolor y el sufrimiento pueden ser capaces. Precisamente esto fue lo que me sucedió al conocer a Doña Edith. Me sorprendí.

Puede ser que para ti sea en una situación distinta, como ver a una niña agachada y llorando con sus oídos tapados con sus manos al solamente presenciar la discusión de dos personas, al mirar los pies ya deformes de una persona mayor tras quitarse los zapatos después de trabajar todo el día o la viveza de otra persona aun con limitaciones en su cuerpo, como Doña Edith.

La literatura científica nos enseña que, ante el conocimiento de un dolor crónico, lo que se vive es un duelo, pero creo que se podría entender mejor como una adaptación. Se comienza negándonos ante el dolor, después nos enojamos con todo; al no encontrar alivio buscamos negociar con el dolor a través de nosotros mismos o con los demás para soportarlo. Posteriormente caemos en angustia o tristeza, y por último terminamos aceptando lo que nos duele.

Entenderlo de esta forma parece como algo hecho a regañadientes, una aceptación de mala gana de lo que sucede, como si nos encontráramos bajo el castigo de una maldición. Sin embargo, la realidad es que el dolor no tiene sentido alguno si se busca comprender solamente desde la razón.

A menudo no comprendemos lo que realmente es el dolor porque nos incomoda y lo tenemos como un sinónimo de muerte, pero tratemos de mirar el dolor desde su otra perspectiva.

¿Por qué sufrimos? ¿Será acaso que Dios creó el sufrimiento como un castigo? ¿Por que Dios, si tanto nos quiere nos dio la capacidad de reconocer este sentimiento tan desagradable? ¿Qué objeto tiene que suframos si todo lo que nos da es angustia y tristeza? Me queda claro que tratar de comenzar a entender el sufrimiento de esta manera es hacerlo de una forma muy humana y que nuevamente nos lleva hacia el pensamiento racional, pero igualmente creo que es una excelente forma para apreciar las diferencias entre la mente y el corazón.

No quiero abordar algo tan sensible como lo es el dolor humano como una presentación de tesis y tampoco demeritarlo, más bien, solo qusiera contemplar una sencilla forma de tranquilizar o consolar nuestra naturaleza. Para comenzar a analizar este problema, tomemos en cuenta al origen y al protagonista, que es Dios mismo, con San Pablo en su la carta a los Hebreos:

Convenía, en efecto, que aquél por quién y para quién existen todas las cosas, a fin de llevar a la gloria a un gran número de hijos, perfeccionara, por medio del sufrimiento, al jefe que los conduciría a la salvación. Porque el que santifica y los que son santificados, tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos. Heb 2, 10-11

¿Te das cuenta que Dios, a través de las palabras de San Pablo, dice que el sufrimiento de Cristo era necesario? Quizá esto ya lo habías escuchado, pero, lo que probablemente no hayas escuchado es que, Dios también dice; pero más bien hace, es convertir por algo bueno el sufrimiento. Sí, haber hecho sufrir a su Hijo fue algo bueno. ¡¿Cómo rayos es esto posible?!

Estoy seguro que a nadie que sea padre hoy en día se le pasaría por la cabeza hacer algo semejante, ¿entonces por qué Dios lo hizo? Bien, esta pregunta tiene su respuesta en que al haber sufrido Cristo, con Él se recogen todos nuestro dolores y sufrimientos, porque Él lo hizo no por imposición sino por elección y todo lo que Dios elige, es bueno.

Cristo cumplió la voluntad del Padre, pero, lo hizo abrazando el dolor o dicho de otro modo, abrazando la cruz. Entonces solo así se convertiría en algo bueno el sufrimiento, y todo lo que provenga de Dios, también es bueno.

Y ahora, nosotros nos encontramos aquí, y seguimos siendo capaces de sentir aún dolor y sufrimiento, sin embargo, las cosas ya no son iguales. Puede que hasta este punto todo siga pareciendo incompresible, por eso, es más sencillo de entenderlo con el corazón. La mente nos dice que ante el dolor hay que huir, pero el corazón nos dice que, ante el dolor hay soportar, hay que estar. Si vieras a esa niña agachada y llorando con sus oídos tapados con sus manos mientras dos personas discuten, ¿te acercarías a consolarla? Si notaras la deformidad de los pies de un anciano después de trabajar, ¿no te acercarías a ofrecerle un poco de pan? En cada uno de esos momentos está la diferencia y la vida de santidad de cada uno de los santos de la Iglesia demuestra este razonamiento del corazón.

No me considero alguien capaz de decir si Dios creó el sufrimiento o no, pero no puedo negar que estar lejos de Él significa sufrimiento, por tanto es increíblemente maravillo, que en su instinto paternal; Dios, haya buscado la manera de convertir el dolor en algo tan digno de respeto, admiración y adoración. Ofreció a su Hijo como sacrificio para demostrárselo a todos y haciéndolo por todos y su Hijo estuvo de acuerdo en hacerlo. Esto es simplemente un misterio sin explicación, del cual lo único que sí sabemos es que éste dolor que su Hijo sufrió, si nosotros también lo decidimos sufrir como Él lo hizo, estaremos de nueva cuenta con el Padre, como el Hijo lo está con Él, aunque esto nos duela el alma.

Como cristianos, no deberíamos de temblar ante el dolor. Esto no quiere decir que no sintamos toda la angustia y tristeza que trae consigo, ya que la cruz no es algo dulce y tampoco es un objeto decorativo que nos deba hacer sentir especiales, “únicos y diferentes”; tampoco debemos romantizarla para digerir de manera más “grata” su significado. La cruz, es dolor y es sufrimiento porque alguien murió en ella, pero eso no debe ser razón para temerle porque si cada uno de nosotros decidiera aceptar su dolor con entrega, así como lo hizo Jesús, aún así sea un dolor físico de nuestro cuerpo, estaremos siendo la confirmación de lo que dijo San Pablo en su carta a los Hebreos: “Convenía, en efecto, que aquél por quién y para quién existen todas las cosas, a fin de llevar a la gloria a un gran número de hijos, perfeccionara, por medio del sufrimiento, al jefe que los conduciría a la salvación” (Heb 2, 10).

El día que aceptemos nuestro dolor como elección, ese día será el día en que se amó al dolor.

Al final de la jornada, cada uno de nosotros seguirá siendo el mismo. La misma persona que ríe, sueña, sufre y llora, sin embargo ahora será un poquito más parecida a la perfección y tratando de buscar ser más perfectos, eventualmente, la perfección misma, impresionará y enternecerá, porque la perfección es belleza y es hermosa.

Creo que nadie llega a conocer con profundidad lo que es el dolor hasta que lo decides abrazar. Esto es algo que me quedó claro al conocer a Doña Edith. Ella acude todos los días a misa y lo hacía desde que se encontraba dolorida, con su bastón que la ayudaba a caminar. Por su fe, ella siempre buscó la manera más solemne y respetable de recibir el Cuerpo de Cristo. Nunca dudó en arrodillarse ante la consagración a pesar de que a su alrededor le pedían que no lo hiciera. Por su bien, ella buscó la manera de cómo entregar su dolor y unirlo con Aquél que decidió cargar con todos nuestros dolores.

Ese día que la conocí, me llevé una gran lección que quiero compartir con todas mis ganas, pero también me llevé una de las más grandes sorpresas que he tenido. Así fue que el momento de despedirnos llegó, y ella tenía que llegar a su casa a buscar agua y pan ázimo para bendecir, porque eso es lo que comía únicamente durante la cuaresma, así que Doña Edith, tomó una bicicleta que estaba cerca de ella, me dijo que me cuidara y que Dios me guardase, se montó en la pequeña y descolorida bicicleta rosa que hacía juego con sus gafas y vi con una cara de asombro total como una señora con artrosis en sus rodillas se iba a toda velocidad en su bicicleta, esquivando y rebasando vehículos y camiones, para continuar su vida como si fuera una joven de 20 años.

Que Dios la guarde en su dolor y a cada uno de nosotros también.

Diego Quijano

Publica desde abril de 2019

Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.