Para un cristiano, la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo es un hecho tan dramático como maravilloso. El camino de Jesús con la cruz a cuestas es uno de esos hechos paradójicos que nos dejan expectantes, como queriendo comprenderlo en profundidad pero sin poder hacerlo del todo. Como la Navidad, que encarna la realidad de un Dios hecho hombre; o la Eucaristía, que guarda en sí el misterio inagotable de la existencia de un Dios infinito en la pequeñez de un pedazo de pan. La Pasión esconde también este tipo de paradojas… ¿cómo puede ser que Dios haya enviado a su Hijo para que, siendo Dios también, se hiciera hombre y cargara con su propia muerte para salvar a la humanidad?

Tal vez, ante estas realidades “humano-divinas”, el entendimiento no es suficiente, y es conveniente apelar al corazón, a la Fe. Y en ello reside la invitación a “contemplar” la Pasión de Cristo. Mirar aquel camino santo con los ojos del corazón, sumergiéndonos en el dolor de cada paso y cada látigo, acompañando a nuestro Dios en esos pasos ignominiosos hacia su muerte, y hacia la Vida.

En el tiempo de Cuaresma el llamado se acentúa especialmente. Acompañar al Señor durante cuarenta días hasta el momento de la cruz; una vez más. En la Pasión se resume la cualidad por excelencia de Dios: el amor. En el camino de la cruz vemos a cada momento grabada la marca de un Dios misericordioso por exceso, entregándose a un tremendo dolor por amor y solo por amor; por aquellos que nada le habíamos dado. Por aquellos mismos que lo hemos tantas veces entregado. Contemplar la Pasión es poner nuestro corazón del lado del Señor, acompañando con la oración, las lágrimas y el dolor de nuestros pecados todo su recorrido.

San Agustín lo expresa con gran belleza así:

(…) los hombres se hallaban cautivos bajo el dominio del diablo (…) Se pudieron vender, pero no redimir. Vino el Redentor, y pagó el costo; derramó su sangre y compró el orbe de la tierra. Me preguntaréis: «¿Qué compró?» Mirad lo que dio y sabréis lo que compró. La sangre de Cristo es el precio. ¿Cuánto vale? Todo el orbe, todas las gentes. San Agustín, comentario a los salmos 95, 5

Cada látigo en las espaldas del Salvador, cada espina en su cabeza; no son más que el signo vivo de un amor sin “peros”, sin dudas, sin vacilaciones. De una entrega total y completa. Pienso en las distintas figuras que componen este “cuadro de la Pasión”.

En María Santísima, acompañando en todo momento a su Hijo, limpiando su sangre, con un dolor indescriptible y con un amor aún más grande. Siempre al pie, siempre a su lado, siempre con la fidelidad de aquel primer “hágase en Mí”.

En Verónica, aquella que se arrodillaría a limpiar el rostro ensangrentado de su Señor. ¿Cuándo he limpiado yo tu rostro, Señor? ¿Cuándo te he ayudado a llevar esa Cruz que cargas por mí? Porque no hay dudas de que esa sangre está también, de algún modo, en nuestras manos; por nuestro pecado. Pero Cristo no niega a nadie que quiera acercarse como Verónica a lavar su rostro y darle agua. ¿He sido yo esa figura fiel que acompaña al Señor en mi vida?

El cireneo Simón, que al principio fue obligado a llevar la cruz con Cristo y luego supo ayudar al Señor a alivianar la carga. ¿Cuántas veces hemos necesitado un “empujón” al inicio y luego hemos aceptado la carga que nos toca? ¿Cuántas veces hemos sido capaces de alivianar la carga de la cruz del Señor?

El buen ladrón, tremenda imagen. Ya en su lecho de muerte Cristo vuelve a darnos un testimonio de perdón, de amor. El ladrón que había llevado una vida de pecado, de robo, de abusos; ahora se arrepentía. Y qué conveniente, arrepentirse en el último instante para ir al Cielo, pensarán algunos. Pero no Dios, Jesús no miró siquiera eso; se limitó —entendiendo que había en su corazón un arrepentimiento genuino y sincero— a prometerle el Reino.

Son muchas las enseñanzas que la Pasión de Cristo guarda, diría casi infinitas. Pero quisiera quedarme con una puntualmente: la cruz. Precisamente, Dios pagó nuestra deuda con dolor; y en este camino de cruz ha marcado también una pauta, ha dejado una de las enseñanzas más contundentes de su paso por la tierra: no hay Gloria sin cruz.

Ver a Cristo llagado caminando al Gólgota es entender que la cruz es parte de nuestra vida, es comprender que Jesucristo volvió a la casa del Padre pero no sin dolor, sin renuncias, sin sacrificio, sin entrega. Y en esto nos enseña a nosotros también a llevar nuestro camino, a cargar nuestra cruz. Ante la tentación constante de evitar mayores esfuerzos, de esquivar las humillaciones, de tomar siempre el camino más corto, Jesús viene con esta lección crucial para los cristianos: la cruz es el camino hacia el Padre, la cruz llevada con amor es el camino seguro hacia Dios. Es una realidad que esconde una belleza enorme, pues estamos aprendiendo a vivir del mismo Cristo, podemos elegir seguir sus propios pasos hacia el banquete celestial.

La cruz de Cristo es una señal de victoria, sobre el pecado, sobre el mal, sobre el odio. La cruz de Cristo supone la victoria del Amor sobre todo aquello que siempre arremete queriendo ser más fuerte pero que no lo es. No debemos separarnos de la cruz porque ella es el Camino, hacia la Verdad y la Vida.

San Agustín vuelve a insistir:

A cruce Christi noli resilire. San Agustín, comentario a los Salmos 91, 8

Podría traducirse como «No te separes de la cruz de Cristo».

No nos separemos de la cruz de Cristo, en ella encontraremos el mismo destino que Dimas, el buen ladrón; que Verónica; que el Cireneo e incluso que la mismísima madre de Jesús, María. En ella encontraremos a Dios. Que la belleza de este misterio colme nuestra alma y que seamos capaces de exclamar como Agustín: “vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión de Cristo que hacer una peregrinación a Jerusalén y ayunar a pan y agua durante un año”.

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.