El filósofo alemán Immanuel Kant, en la introducción de un opúsculo suyo titulado ¿Qué es la ilustración?, dice que la Ilustración consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad, lo cual significa tener el ánimo suficiente para servirse de la razón con independencia absoluta y sin la conducción de nadie. Y agrega:Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración”.

En sentido contrario, la frase ‘Respicere aude!’ puede ser una forma de comprender mejor qué pensamos cuando decimos cultura y tradición. Son estas dos palabras que repetimos mucho, y que juzgamos como importantes y dignas de ser defendidas. Pero, ¿sabemos realmente qué implican?

Respicere aude!, literalmente significa: atrévete a mirar hacia atrás, a darte vuelta. Pero este verbo latino también significa respetar; es un volver la mirada hacia lo que está detrás de nosotros pero con profunda y sacra unción de respeto. Y no es sólo un mirar, es un observar, un contemplar, un mirar con detenimiento, atención y afán.

Y este respicere implica un atrevimiento porque implica a su vez una responsabilidad, un deber de conciencia. No sólo de escuchar la voz perentoria del pasado, sino de asumir el labor improbus de hacerla escuchar hoy y de ser fieles a ese llamado.

Respicere es mirar hacia atrás, es hurgar en la tierra profunda de la historia, en busca de las frondosas raíces de nuestra cultura y de nuestra tradición, para renovar la sabia vivificante de nuestro presente.

Veamos entonces si podemos arribar a una definición, aunque provisoria, de cultus y traditum, de cultura y tradición, buscando más que agotar el tema, plantear interrogantes que sirvan de guía conceptual.

Cultus et traditum

La palabra cultura tiene su origen en el verbo latino colere, que significa cultivar y cuidar. Se habla de colere campos, cultivar o cuidar los campos, pero también se habla de colere deos, cultivar los dioses, cuidar el vínculo que nos une con la divinidad. En este sentido es que se habla de cultivar el espíritu. Es cuidar y proteger el desarrollo integral del ser humano, regar el suelo de nuestra alma y dejar que la luz de la Verdad ilumine y haga fructificar nuestra tierra espiritual.

Por lo tanto, como afirma el Padre Juan Ramón Sepich, en un artículo aparecido en el número 5 de la revista Sol y Luna (y a quien nos limitamos simplemente a glosar), la cultura es el cultivo o el desarrollo del ser humano. Esta afirmación nos abre ahora un abanico importante de preguntas e interrogantes, o de caminos de reflexión.

Para determinar el fenómeno de la cultura no basta con saber qué es el hombre, sino determinar qué puede ser y hacer. Por lo tanto, siendo el hombre el sujeto de la cultura, el estudio de la misma dependerá siempre de los principios antropológicos que se establezcan antes. He aquí la primera puerta que se nos abre. El estudio profundo del hombre es necesario para el estudio cabal del fenómeno de la cultura.

Ahora bien, la antropología arribará a conclusiones de carácter universal, por su naturaleza filosófica; pero el hombre y el cultivo de su espíritu se han dado y plasmado en un acontecer histórico. Aquí aparece la otra vertiente de la cultura humana, otro aspecto inconfundible, el aspecto histórico. Determinar, pues, el valor de un fenómeno cultural, o proyectar el esquema de una cultura, implica una referencia tanto al foco antropológico como al histórico.

Respecto de esto último, es importante aclarar, como lo hace nuestro autor, que la historia del hombre es su camino hacia la meta, en la medida en que se acerca a ella. Los hechos que no lo acercan sino que lo alejan, sólo tienen el precario interés de una experiencia dolorosa que es necesario no repetir.

En este concepto de la historia se apoya lo que se llama la persistencia histórica de los pueblos; es decir, su sello tradicional valioso. En efecto: un pueblo que ha descubierto y realizado determinados valores, persiste históricamente en ellos, aún a pesar de todos los hechos inútiles y contrarios que puedan acaecer en la sucesión temporal de su vida. A esto, precisamente, llamo traditum.

El traditum, es el conjunto de valores de un pueblo que han perdurado más allá de ese pueblo y que son resultado del cultivo del espíritu. Se habla de traditum, porque deben ser conservados y transmitidos. Más que simplemente transmitidos, deben ser revificados, para que sigan alimentando, cual sabia, las ramas y hojas que crecen lozanas hacia el futuro. Lo tradicional, en sustancia, es aquello que crece sobre una raíz vital, la raíz de la cultura, y a su vez sigue vivo otorgando vitalidad.

La cultura no es temporal porque es sucesiva, sino a la inversa. Es temporal porque su meta, su futuro definitivo, trascendente, su fin, no es simultáneo a la vida, sino colocado fuera, lejos y más allá de su actual momentánea acción.

P. Juan Ramón Sepich

Como se ha dicho entonces, la tradición son los valores vivos que resultan del cultivo del espíritu humano. Ahora bien, estando la cultura supeditada de alguna forma a la estructura ontológica del hombre, dependeremos precisamente de esta para determinar el valor de los frutos varios de una cultura. El Padre Sepich, como sólo los espíritus que conviven y comulgan con el ser de las cosas pueden hacerlo, nos explica que por ser el alma superior al cuerpo, y la inteligencia superior a la voluntad, en la medida en que los frutos de la cultura sean frutos del árbol del alma y de la inteligencia, es decir, sean frutos de la contemplación profunda de la verdad, serán valores culturales más perdurables y superiores ontológicamente.

¿Cuáles son, entonces, los elementos de una cultura?

Elementos de la cultura

En primer lugar se encuentra el ideal: el ideal es el modelo, la idea, la meta, el fin que orienta el desarrollo de toda cultura. Así como para la aristocracia arcaica de Grecia la areté fue su ideal (principalmente la que se manifestaba en la heroicidad de las armas); el érgon (trabajo), lo fue para el pueblo al cual Hesíodo educa; la polis, para el espartano que idealiza la vida política o civil; la díke o justicia, para el pueblo ciudadano; la pietas, para el romano.

Así, la Edad Media creó el caballero como ideal, el artista como aspiración, el contemplativo como vocación, el hombre dignificado en Dios como aspiración terminal de la cultura individual y colectiva. Un pueblo que no tiene prefijado su ideal, su tipo por crear, es aún un pueblo inculto, detenido en su evolución cultural y librado al torbellino de las fuerzas lanzadas sin rumbo. Su término no puede ser otro que la barbarie, es decir, lo opuesto del estado culto.

Precisamente, en la coyuntura histórica que significó la simbiosis entre los ideales del paganismo y los ideales del cristianismo primitivo, se forjaron los ideales perennes de nuestra cultura occidental.

El ideal como elemento necesario de la cultura, no es ni puede ser una vaga aspiración indefinida, más bien deseada que conocida; un Ethos más que un Logos. Todo lo contrario.

P. Juan Ramón Sepich

Luego se hallan los héroes, que son aquellos que han sabido hacer carne en sus actos aquel ideal prefijado y que es la meta de una civilización.

Después está el mito, la leyenda. La leyenda traduce lo vivido por un héroe, tal como la conciencia del ideal quisiera haberlo podido realizar. Es un estimulante creado, no para engañar sobre el pasado, sino para reflejar una conciencia presente del ideal, hacia un mañana de realización.

A continuación, están las normas: para el desarrollo eficaz de la cultura, ésta debe hallarse dentro de normas jurídicas establecidas. La cultura, como fenómeno social, no es una igualación o nivelación de todo ciudadano. Por el contrario, supone alturas diferentes; querer hacer común la cultura de un pueblo, es destruirla en su raíz misma.

Y finalmente, están los maestros: Forjar en frío es difícil. Culturalizar en frío es casi imposible. Y el frío de la inteligencia debe ser entibiado y caldeado por el fuego del Ethos que es el Eros.

Nadie como los poetas lo tienen, y son sus pacientes. Por eso en la evolución cultural legítima y tradicional, los poetas son los primeros. Nadie vio tan lejos en el mundo antiguo, nadie cantó tan profundo en la antigüedad que Publio Virgilio Maro o Quinto Horacio Flaco, por ejemplo.

Después aparecen los filósofos, que dicen lo que el poeta ve con un lenguaje de inteligencia pura. Los primeros filósofos griegos fueron grandes maestros y legistas, en el sentido de conductores de pueblos.

He aquí los elementos de la cultura: el ideal, los héroes, el mito, las normas y los maestros.

El problema, pues, de nuestra cultura, gira alrededor de nuestro ideal, nuestros mitos y leyendas, nuestras
normas de vida, nuestros maestros. La lucha por la cultura es el verdadero problema existencial, de cuya solución depende la existencia del pueblo que lo resuelve para resistir toda hibridación deletérea.

P. Juan Ramón Sepich

En conclusión, en tiempos difíciles debemos animarnos a mirar hacia a atrás, a contemplar con respeto intelectual hacia los orígenes fundantes de nuestra cultura occidental. Sirvan estas líneas como invitación a repensar la tradición desde estos nuevos horizontes que se han forjado a nuestras espaldas. A que reflexionemos sobre los ideales de nuestra cultura, sobre la meta fijada por nosotros, sobre los héroes contemplados por nuestros ojos y admirados por nuestros aplausos; pensemos si realmente merecen ese nombre augusto de héroes.

Meditemos, en la silente oración del pensamiento, quiénes son nuestros maestros, quiénes guían nuestros pasos y conducen nuestras vidas. Preguntémonos cuánto de nuestro tiempo es destinado en el afán celoso de cultivarnos como hombres integrales y religiosos. Y, para decirlo una vez más, atrevámonos a mirar hacia al pasado con respeto, respicere audeamus!

Juan Pablo Baez

Publica desde julio de 2022

Soy Juan Pablo Baez, 30 años, casado, padre y profesor de filosofía con especialización en lenguas clásicas cursada en Roma. Me desempeño como docente en el nivel medio desde el 2014. Enseño sociología, lógica, filosofía, latín, griego y cultura clásica.