Una característica eminente del arte cristiano medieval es su luminosidad, a menudo realzada mediante la utilización de pan de oro en los cuadros y estatuas, o de vidrieras en las iglesias que transforman el ambiente con el paso de la luz del sol. ¿A que se debe esta estética, que podríamos denominar estética de la luz? A que Dios es luz, y solo lo que tenga luz podrá ser bello porque se parece más a Él; y, cuanta más luz, mayor Belleza. La luz de la obra de arte permite que trascienda su materialidad intrínseca para dotarla de contenido sobrenatural.

La estética de la luz está enraízada en la teología de la luz. La Biblia concede una gran importancia a la luz y las menciones al respecto aparecen por doquier ya desde el Antiguo Testamento, y se multiplican en el Nuevo. Aquí vamos a traer a colación tan solo algunos ejemplos, que nos permiten comprender el sentido general de todas las afirmaciones acerca de este tema.

El Antiguo Testamento

Es significativo el hecho de que lo primero a lo que Dios da existencia cuando está creando el cielo y la tierra sea precisamente la luz, separándola de la tiniebla. “Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. Vio Dios que la luz era buena” (Gn 1, 3-4). La luz es lo primero de lo que Dios dice que es bueno en el mundo, antes de crear el resto de cosas. Se identifica la luz con el bien, la vida y la belleza; la tiniebla, con el mal, la muerte y la informidad.

Los salmos aluden continuamente a la luz como atributo divino preponderante que nos trae la felicidad, mientras que su ausencia, la oscuridad, deja al hombre sumido en la desesperación: “¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?” (Sal 4, 7). Se hace explícita la diferencia y a la vez la estrecha conexión entre Dios como luz y la luz que brota de Él como consuelo para los hombres: “Tu luz nos hace ver la luz” (Sal 36, 10). Si no fuera por la bondad del Señor, permaneceríamos siempre en tinieblas, y por lo tanto seríamos desgraciados. Pero: “Amanece la luz para el justo” (Sal 97, 11); quien ama al Señor es iluminado por Él, no con la luz natural del sol, que esa amanece sobre todo hombre, sea justo o injusto, sino por una luz especial, interior.

Dice también el salmista David: “El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 27, 1). Dios no solamente es luz en Sí mismo, sino que también se nos revela a nosotros como tal; si estamos con Él, su luz se hace nuestra luz, penetra en nosotros e ilumina nuestro camino hasta el encuentro final con Él, la luz total. En eso consiste la salvación. Ello queda resumido en la frase:

Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Sal 119, 105

De los profetas, quien mejor recoge esta teología de la luz es Isaías. Al anunciar la venida del Mesías, proclama: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló” (Is 9, 1). Como sabemos los cristianos, esta luz es Jesucristo. El pueblo de Israel tenía una cierta luz, pero no completa, la recibían como a través de un cristal traslúcido; el Mesías disipará todos los obstáculos que impedían la recepción total de la luz, y derramará esta luz sobre su pueblo, la Iglesia, que tiene una extensión universal. Por eso llama al Mesías “luz de las naciones” (Is 42, 6). No es una comparación, no es como una luz o semejante a una luz, sino la propia luz.

Y cuando llegue el fin de los tiempos, ni siquiera necesitará la tierra de la luz de los astros, sino que directamente la luz de Dios cubrirá todo; una luz mucho más potente y de la que la primera no era más que un pálido reflejo: “Ya no será el sol tu luz de día, ni te alumbrará la claridad de la luna, será el Señor tu luz perpetua y tu Dios tu esplendor” (Is 60, 19). Es esta luz a la que tenemos que aspirar cada uno en nuestra vida, sin que nos cieguen otras luces aparentes:

Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor. Is 2, 5

El Nuevo Testamento

Ya en los Evangelios, se nos ofrece una perspectiva novedosa. Si Dios es luz y nosotros al recibirle a Él recibimos su luz, nosotros mismos nos convertimos en luz. Así lo atestigua San Mateo cuando recoge las palabras de Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). Nuestra luz no es propia, sino que proviene de Él, y debe remitir a Él cuando iluminamos al resto de las personas con la belleza de nuestra vida y acciones: “Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).

Sin embargo, quien más insiste en la luz como esencia de lo divino siguiendo los planteamientos que ya hemos rastreado en el ámbito veterotestamentario es San Juan. Ya desde las primeras frases, llama repetidamente a Cristo luz, para él no existe diferencia alguna entre ambos términos:

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió […] El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. Jn 1, 4-9

Jesús se identifica como ese Mesías descrito por Isaías, que es luz y que ilumina a su pueblo, cuando dice de Sí mismo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Esta vida es la vida eterna, así que igualmente está hablando ya de cómo su luz brillará sobre la Creación renovada al final de los tiempos.

Posteriormente, en el mismo Evangelio, insiste: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo” (Jn 9, 5).  Este mismo apóstol no olvida su concepción de la luz en sus epístolas, y la suma a lo que hemos comentado anteriormente de cómo también el creyente es luz para los demás y por tanto debe comportarse como luz. Esto puede parecer abstracto, pero si la luz es Dios, y Jesús es Dios, actuar como luz consiste en imitar la conducta de Jesús, basada en el amor: “Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas” (1Jn 2, 9).

Podemos concluir con las palabras de San Pablo, que resume la historia de la salvación hasta el momento en la clave de la luz:

Pues el Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno de las tinieblas’ ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo. 2Cor 4, 6

En definitiva: Dios es luz y ha creado la luz; su luz se nos manifiesta a través de Cristo que se hace hombre, y gracias a ello nosotros también recibimos esa luz y la debemos transmitir a los demás, lo que significa ser para ellos guías hacia la luz plena, que nuevamente es la de Dios.

Paola Petri Ortiz

Publica desde marzo de 2019

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Historiadora reconvertida en emprendedora, entrenadora personal y nutricionista. Apasionada de la salud espiritual, mental y física. Enseñando a cuidar de nuestro cuerpo como Dios cuida de nuestra alma. Aprendiendo a dejarme amar por el Corazón de Jesús.