Hoy vamos a reflexionar sobre un tema, muy oculto en las Escrituras, que en la vida de la Iglesia es fundamental para entender el misterio del Plan de Salvación del Señor.

Al iniciar este artículo quiero hacerles unas preguntas: ¿alguno de ustedes se ha muerto alguna vez? O bien, ¿quién de ustedes ha experimentado que nunca va a morir?

Les hago la primera pregunta porque ciertamente, si están leyendo estas palabras es porque no han muerto, y es buen momento de meditar este tema. La segunda pregunta la planteo porque ciertamente vivimos en un mundo que nos puede inducir a este pensamiento: la muerte está lejana, y por tanto disfruta el momento.

Pero resulta tan importante la muerte, para cada cristiano, que no es un hecho casual ver a los santos expresar sus ansias de morir. Los mismos mártires iban gozosos en la antigua Roma a ser devorados por los leones, a morir por su fe. ¿Qué tiene de especial la muerte? ¿Cómo algunos la ven con belleza? ¿Por qué tiene una utilidad salvadora algo que surgió con el pecado? ¿Qué significa morir? ¿Cómo alguien puede desear morir? ¿No es mejor evitar el sufrimiento? Para contestar a estas preguntas, quisiera compartirles dos historias.

La primera es la de Santa Faustina Kowalska, la santa vidente de la Divina Misericordia. Ella escribió en su diario: “Oh Dios mío, Amor mío, porque sé que en el momento de la muerte empezará mi misión”[1]. Esto habla de lo preparada que estaba para la muerte, pero ¿por qué? La santa escribía constantemente estas palabras en su diario meditando
fuertemente en la Misericordia Divina; más particularmente, en la imagen de Jesús que ella misma había recibido orden de hacer pintar. Ella misma era practicante de la devoción y la coronilla que nuestro Señor le había mostrado que debía divulgar.

En cierta ocasión Jesús se apareció ante ella y le dijo: -“Por el rezo de esta coronilla me acercas a la humanidad[2]. A las almas que recen esta coronilla, Mi misericordia las envolverá de vida y especialmente a la hora de la muerte” [3]. Añade, Jesús, que:

A las almas que propagan la devoción a Mi misericordia, las protejo durante toda su vida como una madre cariñosa a su niño recién nacido y a la hora de la muerte no seré para ellas el Juez, sino el Salvador Misericordioso. [4]

Claro que sor Faustina se animó mucho por estas palabras y, aunque no vivió una vida fácil, pues luchó con enfermedades que al final la llevaron al sufrimiento y a la muerte, ella estaba deseosa de que ocurriera. Hasta aquí todo se ve sencillo, ¿cierto? Al menos en teoría: Divulgamos la devoción, vamos de templo en templo regalando novenas y coronillas, las rezamos los viernes a las tres de la tarde, luego esperamos morir.

Quiero hacer hincapié en la frase que Jesús menciona como la “hora de la muerte”. Y hay que prestarle mucha atención porque Él mismo, en los Evangelios, centraba su interés en Su propia Hora, aquella que finalmente le llevaría a la Cruz, al sufrimiento y a la muerte. Claro que luego resucitó glorioso y esto es motivo de alegría. Pero es profundamente serio e importante notar que Jesús haya querido expresar la importancia de la llegada de Su Hora a sus discípulos.

Y ahora no se cansa de hacer un llamado de atención, en este momento. Pero, si ya he seguido los pasos de la Divina Misericordia, ¿por qué debe importarme? Primero que nada, lo que describe el diario de sor Faustina no es una serie de pasos, sino la expresión de la Misericordia Divina a través de la vivencia continua en ella. Segundo, es importante porque Jesús lo hace necesario para la Resurrección. Ahora quiero presentarles la segunda historia.

En Reischersperg vivía Arnoldo, canónigo regular muy devoto de la Santísima Virgen. Estando para morir recibió los santos sacramentos y rogó a los religiosos que no le abandonasen en aquel trance. Apenas había dicho esto, a la vista de todos comenzó a temblar, se turbó su mirada y se cubrió de frío sudor, comenzando a decir con voz entrecortada: -“¿No veis esos demonios que me quieren arrastrar a los infiernos?”. Y después gritó: -“Hermanos, invocad para mí la ayuda de María; en ella confío que me dará la victoria”. Al oír esto empezaron a rezar las letanías de la Virgen. Al decir: -“Santa María, ruega por él”, dijo el moribundo: -“Repetid, repetid el nombre de María, que siento como si estuviera ante el tribunal de Dios”. Calló un breve tiempo y luego exclamó: -“Es cierto que lo hice, pero luego también hice penitencia”. Y volviéndose a la Virgen le suplicó: -“Oh María, yo me salvaré si tú me ayudas”.

Enseguida los demonios le dieron un nuevo asalto, pero él se defendía haciendo la señal de la cruz con un crucifijo e invocando a María. Así pasó toda aquella noche. Por fin, llegada la mañana, ya del todo sereno, Arnoldo exclamó: -“María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el perdón y la salvación”. Y mirando a la Virgen que le invitaba a seguirlo, le dijo: -“Ya voy, Señora, ya voy”. Y haciendo un esfuerzo para incorporarse, no pudiendo seguirla con el cuerpo, suspirando dulcemente la siguió con el alma.

Esta historia contada por San Alfonso María de Ligorio, en su grata, noble y altísima obra Las Glorias de María, para ejemplificar el capítulo V titulado A ti llamamos los desterrados hijos de Eva, es simplemente un perfecto resumen de lo que pretende el Señor que ocurra cuando nos sea dada nuestra “hora”. ¿Han prestado atención a la historia?

Ante todo, a pesar de que Arnoldo era un canónigo regular (lo que significa que era Eclesiástico de la iglesia católica, que formaba parte del cabildo de una catedral o iglesia colegiata, que tenía un cargo y que además vivía en la comunidad siguiendo la regla de San Agustín), en el relato San Alfonso María de Ligorio nos muestra la agonía de una persona como lo somos nosotros: sencilla, que busca a Dios y la santidad aún en medio de tanto pecado.

El relato muestra que la batalla última por el alma de cada persona es feroz. Todo el infierno la reclama para sí y hacen uso del pecado para acusar y condenar a cada pobre pecador que entra en su “hora”. El alma de cada persona se ve desnuda en su pecado y en la aflicción ante el tribunal de Dios. Los méritos de las buenas obras son contrapeso en la balanza, sobre todo aquellas que fueron realmente hechas por amor.

No faltará en este punto alma alguna que no reclame para sí misma las cosas buenas que hizo, diciendo: -“Señor, yo te anuncié, yo proclamé”. Exigiendo al Señor la salvación, como quien compra un ticket. Obtendrá mayor misericordia aquella alma que, cuando se presente al Señor, ofrezca en el último momento todo lo bueno, para honra y gloria de Nuestro Señor.

La marca, la señal de los “predestinados”(con esto me refiero a aquellos que han predestinado su alma para el paraíso, dando todo al Señor, sin reservas,) es esto mismo, el ofrecimiento. Será el sello característico del alma que no se adueña de las obras del Señor, sino que se hace esclava, como María. Por eso vale aquí mismo decir que es tan importante el camino a la Cruz, como la Cruz misma. Y que el sepulcro será un lugar transitorio, para aquellos que se dejen predestinar en el Amor, que es Dios nuestro Señor.

Cristo, que en Su misión redentora aceptó a María, su Madre, como compañía en el camino y al pie de la Cruz, hizo necesario que todo aquel que lo quiera imitar haga lo mismo con nuestra Señora. Es decir, hacer de Aquella que acogió a Cristo, nuestro Señor, en su puro y virginal vientre, la compañera de camino hacia nuestra “hora”, a fin de alcanzar a su Hijo, Juez Misericordioso.

San Agustín, excediéndose a sí mismo y a cuanto acabo de decir afirma que:

Todos los predestinados para asemejarse realmente al Hijo de Dios (Rom 8,29) están ocultos, mientras viven en este mundo, en el seno de la Santísima Virgen, donde esta bondadosa Madre los protege, alimenta, mantiene y hace crecer… hasta que les da a luz para la gloria después de la muerte, que es, a decir verdad, el día de su nacimiento, como llama la Iglesia a la muerte de los justos. ¡Oh misterio de la gracia, desconocido de los réprobos y poco conocido de los predestinados! [5]

Sólo María permite la entrada en el paraíso terrestre a los pobres hijos de la Eva infiel para pasearse allí agradablemente con Dios (Gén 3,8), esconderse de sus enemigos con seguridad, alimentarse deliciosamente -sin temer ya a la muerte del fruto de los árboles de la vida y de la ciencia del bien y del mal y beber a boca llena las aguas celestiales de la hermosa fuente que allí mana en abundancia. Mejor dicho, siendo Ella misma este paraíso terrestre o tierra virgen y bendita de la que fueron arrojados Adán y Eva pecadores, permite entrar solamente a aquellos a quienes le place para hacerlos llegar a la santidad.[6]

Es necesario decir, por tanto, que la Misericordia Última que se alcanzará es atravesar la puerta llena de belleza, que es María, hacia Cristo Jesús, para alcanzar la vida eterna que se nos ha preparado desde el comienzo de los tiempos, heredad de nuestras almas.

¿Cuándo se empieza este camino hacia esa Misericordia? Ya ha empezado. Ha empezado en el bautismo. Pero depende de cada persona buscarla, encontrarla y vivirla. Todo tiempo es bueno para esto. San Agustín dijo al respecto:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz. [7]

Al inicio de las Confesiones, su libro magno, San Agustín, ya consciente de su “hora” diría: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. Hermanos, momento a momento, día a día, se acerca nuestra hora. La Misericordia se alcanza viviendo en Ella; y al final de nuestros días, si vivimos en Ella, podremos decir como el canónigo Arnoldo: -“María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el perdón y la salvación”.

Aquel momento de nuestro último suspiro, recibiremos una última muestra de Misericordia de Dios. Vivamos a la espera del día, en una entrega sin par, y viviremos en el Amor por siempre, en la belleza de la visión beatífica de Dios.

Bibliografía:

[1] Diario de Sor Faustina Kowalska No.1729.
[2] Diario de Sor Faustina Kowalska No.929
[3] Diario de Sor Faustina Kowalska No.754
[4] Diario de Sor Faustina Kowalska No.1075

[5] San Luis María Grignion de Monfort. Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen María (Preparación para el reinado de Jesucristo) No. 39
[6] San Luis María Grignion de Monfort. Tratado de la Verdadera devoción a la Santísima Virgen María (Preparación para el reinado de Jesucristo) No. 45

[7] San Agustín de Hipona. Confesiones (X, 27, 38).

Edwin Vargas

Publica desde marzo de 2021

Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.