¿Te has preguntado alguna vez en qué consiste realmente la muerte? y, ¿si estás preparado para ese momento? Te hago la primera pregunta porque ciertamente, si estás leyendo estas palabras es porque no has muerto y es buen momento de meditar alrededor de este tema. La segunda pregunta es porque ciertamente vivimos en un mundo que nos puede inducir a este pensamiento: la muerte está lejana o, disfruta el momento. Pero resulta tan importante la muerte, para cada cristiano, que es un hecho casual ver a los santos expresar sus ansias de morir. Los mismos mártires iban gozosos en la antigua Roma, cuando iban a ser devorados por los leones, a morir por su fe.

¿Qué tiene de especial la muerte? ¿Por qué tiene una utilidad salvadora aquello que surgió con el pecado? ¿Qué significa morir? ¿Cómo alguien puede desear morir? ¿No es mejor evitar el sufrimiento? Para contestar a estas preguntas quisiera compartirles dos historias.

La primera, es la de Santa Faustina Kowalska, la santa vidente de la Divina Misericordia. Ella escribió en su diario: “Oh Dios mío, Amor mío, porque sé que en el momento de la muerte empezará mi misión”. Esto habla de lo preparada que estaba para la muerte, pero ¿por qué? La santa escribía constantemente estas palabras en su diario, meditando fuertemente en la Misericordia de Divina, más particularmente, en la imagen de Jesús que ella misma había recibido orden de hacer pintar. Ella misma admiraba la belleza de la Misericordia de Dios, y era practicante de la devoción a la coronilla que nuestro Señor le había mostrado que debía divulgar.

En cierta ocasión, Jesús se apareció ante ella y le dijo: “Por el rezo de esta coronilla me acercas a la humanidad a las almas que recen esta coronilla, Mi misericordia las envolverá de vida y especialmente a la hora de la muerte”. Añade Jesús, que: “A las almas que propagan la devoción a Mi misericordia, las protejo durante toda su vida como una madre cariñosa a su niño recién nacido, y a la hora de la muerte no seré para ellas el Juez, sino el Salvador Misericordioso.”

Claro que sor Faustina se animó mucho por estas palabras y, aunque no vivió una vida fácil, pues luchó con enfermedades que al final la llevaron al sufrimiento y a la muerte, ella estaba deseosa de que ocurriera. Hasta aquí todo se ve fácil, ¿cierto? Al menos en teoría: divulgamos la devoción,
vamos de templo en templo regalando novenas y coronillas, las rezamos los viernes a las tres de la tarde, luego esperamos morir.

Quiero hacer hincapié en la frase que Jesús menciona como la “hora de la muerte”. Y hay que prestarle mucha atención porque Él mismo en los evangelios centraba su interés en su propia hora, aquella que finalmente le llevaría a la cruz, al sufrimiento y a la muerte. Claro está que luego resucitó glorioso y esto es motivo de alegría y gloria. Pero es profundamente serio e importante hacer notar que Jesús haya querido expresar la importancia de la llegada de Su Hora a sus discípulos.

Y ahora, en esta época, tampoco no se cansa de hacer un llamado de atención ante este momento, pero, si ya he seguido los pasos de la Divina Misericordia, ¿por qué debe importarme? Primero que nada, lo que describe el Diario de santa Faustina no es una serie de pasos sino la expresión de la Misericordia Divina a través de la vivencia continúa en ella. Segundo, es importante porque Jesús lo hace necesario para la Resurrección.

Ahora quiero presentarles la segunda historia, que contiene una reflexión de gran belleza:

En Reischersperg vivía Arnoldo, canónigo regular muy devoto de la santísima Virgen. Estando para morir recibió los santos sacramentos y rogó a los religiosos que no le abandonasen en aquel trance. Apenas había dicho esto, a la vista de todos comenzó a temblar, se turbó su mirada y se cubrió de frío sudor, comenzando a decir con voz entrecortada: “¿No veis esos demonios que me quieren arrastrar a los infiernos?” Y después gritó: “Hermanos, invocad para mí la ayuda de María; en ella confío que me dará la victoria”. Al oír esto empezaron a rezar las letanías de la Virgen, al decir: Santa María, ruega por él, dijo el moribundo: “Repetid, repetid el nombre de María, que siento como si estuviera ante el tribunal de Dios”. Calló un breve tiempo y luego exclamó: “Es cierto que lo hice, pero luego también hice penitencia”. Y volviéndose a la Virgen le suplicó: “Oh María, yo me salvaré si tú me
ayudas”.

Enseguida los demonios le dieron un nuevo asalto, pero él se defendía haciendo la señal de la cruz con un crucifijo e invocando a María. Así pasó toda aquella noche. Por fin, llegada la mañana, ya del todo sereno, Arnoldo exclamó: “María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el perdón y la salvación”. Y mirando a la Virgen que le invitaba a seguirlo, le dijo: “Ya voy, Señora, ya voy”. Y haciendo un esfuerzo para incorporarse, no pudiendo seguirla con el cuerpo, suspirando dulcemente la siguió con el alma, como esperamos a la gloria bienaventurada.

Esta historia contada por San Alfonso María de Ligorio, en su grata, noble y altísima obra “Las Glorias de María”, para ejemplificar el capítulo V titulado “A ti llamamos los desterrados hijos de Eva”, es simplemente un perfecto resumen de lo que pretende el Señor que ocurra cuando nos sea dada nuestra “hora”.

¿Han prestado atención a la historia? Ante todo, a pesar de que Arnoldo era un canónigo regular, lo que significa que era eclesiástico que formaba parte del cabildo de una catedral o iglesia colegiata, que además vivía en la comunidad siguiendo la regla de San Agustín. En el relato, San Alfonso María de Ligorio nos muestra la agonía de una persona, como lo somos nosotros, sencilla, que buscaba de Dios y la santidad, aún en medio de tanto pecado.

El relato muestra que la batalla última por el alma de cada persona es feroz. Todo el infierno la reclama para sí y hacen uso del pecado para acusar y condenar a cada pobre pecador que entra en su “hora”. El alma de cada persona se ve desnuda en su pecado y en la aflicción ante el
tribunal de Dios. Los méritos de las buenas obras son contrapeso en la balanza, sobre todo aquellas que fueron realmente hechas por amor.

No faltará en este punto, alma alguna que no reclame para sí misma las cosas buenas que hizo, diciendo: “Señor, yo te anuncié, yo proclamé”. Exigiendo al Señor la salvación, como quien compra un ticket.

Tendrá mayor misericordia aquella alma que cuando se presente al Señor ofrezca en el último momento, todo lo que fue bueno, para honra y gloria de Nuestro Señor. La marca, la señal de los “predestinados”, y con esto me refiero a aquellos que han predestinado su alma para el paraíso, dándose toda al Señor, sin reservas, es esto mismo, el ofrecimiento. Será el sello característico del alma que no se adueña de las obras del Señor, sino que se hace esclava, como María. Por eso vale aquí mismo decir que es tan importante el camino a la Cruz, como la Cruz misma. Y que el sepulcro será un lugar transitorio, para aquellos que se predestinen a sí mismos en el Amor, que es Dios nuestro Señor, que ha llamado a sus hijos a vivir en su Amor.

Cristo, que en su misión redentora hizo a María, su madre, su compañía en el camino y al pie de la Cruz, hizo con esto necesario que todo aquel que lo quiera imitar haga lo mismo con nuestra Señora. Es decir, hacer, de aquella que dio luz en la carne y acogió el alma de Cristo, nuestro Señor, en su puro y virginal vientre, la compañera de camino hacia nuestra “hora”, a fin de alcanzar a su hijo, Juez Misericordioso.

San Agustín, excediéndose a sí mismo y a cuanto acabo de decir —explica San Luis de Monfort, sobre el mismo tema—, afirma que todos los predestinados para asemejarse realmente al Hijo de Dios (cfr. Rom 8, 29) están ocultos, mientras viven en este mundo, en el seno de la Santísima Virgen, donde esta bondadosa Madre los protege, alimenta, mantiene y hace crecer, hasta que les da a luz para la gloria
después de la muerte, que es, a decir verdad, el día de su nacimiento, como llama la Iglesia a la muerte de los justos. ¡Oh misterio de la gracia, desconocido de los réprobos y poco conocido de los predestinados!

Sólo María permite la entrada en el paraíso terrestre a los pobres hijos de la Eva infiel para pasearse allí agradablemente con Dios (cfr. Gén 3, 8), esconderse de sus enemigos con seguridad, alimentarse deliciosamente, sin temer ya a la muerte del fruto de los árboles de la vida y de la ciencia del bien y del mal, y beber a boca llena las aguas celestiales de la hermosa fuente que allí mana en abundancia. Mejor dicho, siendo Ella misma este paraíso terrestre o tierra virgen y bendita de la que fueron arrojados Adán y Eva pecadores, permite entrar solamente a aquellos a
quienes le place para hacerlos llegar a la santidad.

Es necesario decir, por tanto, que la Misericordia Última que se alcanzará es atravesar la puerta, que es María, hacia Cristo Jesús, para alcanzar la vida eterna que se nos ha preparado desde el comienzo de los tiempos, heredad de nuestras almas.

¿Cuándo se empieza este camino hacia esa Misericordia? Ya ha empezado. Ha empezado en el bautismo. Pero depende de cada persona buscarla, encontrarla y vivirla. Todo tiempo es bueno para esto. He ahí la belleza de esta Misericordia que nos aguarda.

San Agustín dijo al respecto:

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y me abrasé en tu paz.

Al inicio de las Confesiones, su libro magno, San Agustín, ya consciente de su “hora”, diría: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”.

Hermanos, momento a momento, día a día, se acerca el momento. La Misericordia se alcanza viviendo en ella. Al final de nuestros días, si vivimos en ella, podremos decir como el canónigo Arnoldo: “María, mi Señora y mi refugio, me ha conseguido el perdón y la salvación”.

Aquel día de nuestra “hora”, recibiremos una última muestra de Misericordia de Dios. Vivamos a la espera del día, en una entrega sin par. Luego, al final de la Misericordia viviremos en el Amor por siempre.

Edwin Vargas

Publica desde marzo de 2021

Ingeniero de Sistemas, nicaragüense, pero, sobre todo, Católico. Escritor católico y consagrado a Jesús por María. Haciendo camino al cielo de la Mano de María.