Seis días antes de la transfiguración, Jesús decía a sus apóstoles “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz, y me siga” (Mt 16,24). Había pronunciado esas palabras tan punzantes, tan profundas, tan Suyas. Palabras que lo piden todo y parecieran no entregar nada. Sin embargo, apenas seis días después, Cristo toma a tres de ellos y les convida la Gracia, les quita el velo que cubría sus ojos y entonces ellos pueden probar esa recompensa de la cual el Señor les hablaba al pedirles que le siguieran.

Veamos con cuánta majestuosidad Santo Tomás de Aquino nos enseña el aparente “por qué” de este hecho:

Después de anunciar su pasión, el Señor había inducido a sus discípulos a seguirle por el mismo camino. Ahora bien, para que uno marche directamente por el camino, es necesario que, de algún modo, conozca el fin con anterioridad; así como el sagitario no disparará bien la flecha si antes no conoce el blanco al que tiene que dirigirla. Por eso dijo Tomás en Jn 14,5: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino? Y esto es especialmente necesario cuando el viaje es difícil y áspero, y el camino laborioso, pero el fin alegre. Ahora bien, Cristo llegó a conseguir la gloria por medio de su pasión, no sólo la del alma, que gozó desde el principio de su concepción, sino también la del cuerpo, según el pasaje de Lc 24,26: Fue necesario que Cristo padeciese esto y que entrase así en su gloria. A ésta conduce también a los que siguen las huellas de su pasión, conforme a lo que se lee en Act 14,21: Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de los cielos. Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad (que es lo mismo que transfigurarse), con la que configurará a los suyos, como leemos en Flp 3,21: Transformará nuestro cuerpo miserable, conformándolo a su cuerpo glorioso. Por lo que dice Beda In Marc. : Por piadosa providencia aconteció que, mediante la breve contemplación del gozo que nunca acaba, tolerasen con mayor ánimo las adversidades. Suma teológica – Parte IIIa – Cuestión 45.

“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de Santiago, y se fue aparte con ellos a un cerro muy alto” (Mt 17,1). El episodio de la transfiguración del Señor, como cualquier pasaje de las Escrituras, esconde una riqueza teológica amplia e inabarcable. Sin embargo, nos centraremos particularmente en un aspecto que pareciera ser evidente aquí. Pedro, Santiago y Juan se van, se apartan, se retiran a un cerro muy alto. Este apartamiento en la Escritura significa muchas veces el apartamiento de las cosas, la lejanía de los tiempos mundanos y los quehaceres cotidianos; y busca dar lugar a la oración a la elevación del alma hacia el Padre. En reiteradas ocasiones observamos a Jesús “apartándose” para orar, para hablar con Su Padre, como por ejemplo en el pasaje de la multiplicación de los panes, entre otros (Mt 14, 13.).

Mas aún, aquí no sólo existe este retiro de Jesús sino que además “tomó” a los apóstoles (sólo algunos) consigo. Y es que esto podría significar aquella primacía divina que existe en la oración y en la vida interior en general; pues no somos nosotros sino el Espíritu Santo quien nos mueve primero a orar o a frecuentar un sacramento, es Dios mismo como fuente de agua viva quien nos invita y nos anima a buscarle; y es entonces cuando nosotros tenemos la oportunidad de decir “sí, iré contigo Señor”, o rechazar la invitación, haciendo uso de nuestra libertad.

Los apóstoles se dirigen con Él a orar, y es allí cuando Jesús se transfigura, cuando se llena de la Gloria de Dios y su rostro resplandece como prediciendo lo que pasaría luego en el Reino de los Cielos, apareciendo Elías y Moisés para hablar con Él. La primera impresión que esto podría causarnos o causar en los apóstoles es ciertamente de temor, de sorpresa o estupor; pues estamos hablando de una experiencia sobrenatural y elevada en función de nuestra naturaleza. Sin embargo, la experiencia interior lleva a Pedro a decir “¡Qué bien estamos aquí Señor!”. Qué bien que estamos, qué bien que está mi alma aquí. Se realiza como un descubrimiento, como un encuentro entre un alma caminante y una realidad de paz interior que no había alcanzado antes.

Vemos que se trata de Pedro, el que quería saberlo todo, conocerlo todo, preguntarlo todo, el arrebatado por demás. Es él quien va a decir “Señor, qué bien estamos aquí”. Es la belleza de la presencia de Dios en el alma la que inunda y “completa” a Pedro, es ese descanso del alma del que tantas veces vivimos sedientos. Es que lo que allí sucedía era nada menos que un anticipo del Cielo, un prefacio de la realidad más maestra y sublime de la existencia: el Reino de los Cielos. Pedro, Santiago y Juan en ese momento estaban gozando en su alma de la presencia transfigurada de nuestro Señor Jesucristo.

Y también nosotros tenemos estos acercamientos, pues Cristo nos ha dejado la Eucaristía y en ella tenemos el encuentro real y substancial con la persona de Jesús. El problema, en nuestro caso, es que no siempre somos capaces de exclamar como Pedro “qué bien estoy aquí Señor, porque estoy contigo”. Tantas veces somos capaces de hacer sólo una “probada rápida” de aquella realidad divina que no tiene tiempo ni lugar, tantas veces nos retiramos al son del “tic tac” del reloj como si Pedro al verlo transfigurado hubiese volteado pensando “es que he dejado el pescado cocinándose, y no quiero que se queme”. Mucho cuidado, que cuando Jesús quiera tomarnos para llevarnos a lo alto a orar, nosotros elijamos quedarnos en lo bajo una y otra y otra vez; sin retiro ni descanso.

O de otra manera, Pedro, después de haber visto la majestad del Señor y de sus dos siervos, se complació de tal manera, que se olvidó de todo lo temporal y quisiera estar allí eternamente. Y si entonces Pedro se entusiasmó de esa manera, ¿cuán grande no será la suavidad y la dulzura al ver al Rey en todo su esplendor y al encontrarse en medio de los coros de los ángeles y de todos los santos? En las palabras de Pedro: “Señor, si quieres”, se ven claramente la humildad del súbdito y la obediencia del servidor. Remigio

Pero volvamos al relato. Pedro, fiel a su estilo, ya consultaba al Señor si quería que se armasen tres carpas allí para Él (Jesús), Elías y Moisés. Pero eso no era posible, pues todo tiene su tiempo bajo el sol. No podían permanecer allí por siempre, esto era un episodio puntual, del que se alimentaría su alma y su espíritu para volver al mundo, para volver a la misión, para volver a la tarea de evangelizar; porque aún no era el tiempo de Jesús, aún debían cumplirse los hechos que conduzcan a la pasión y cruz; porque era esa y no otra la voluntad del Padre. No podían entonces levantar tiendas allí, como no podemos nosotros levantar las tiendas de nuestro interior descuidando todo lo que alrededor sucede y nos reclama. La belleza de esta enseñanza está allí, en el divino equilibrio que siempre conservan las cosas de Dios, en ese “justo medio” que tanto nos violenta y nos cuesta a nosotros los hombres. Subieron al cerro, oraron, pero luego deberían bajar a trabajar. Por eso Cristo siquiera reparó en la oferta de Pedro sino que prosiguió.

Se equivocó además porque quiso establecer aquí en la tierra el reino de los elegidos, que prometió Dios dar en el cielo. Se equivocó también porque se olvidó de que tanto él como sus compañeros eran mortales y quiso subir, sin gustar la muerte, a la felicidad eterna. Remigio

Fue luego el momento del temor, cuando las palabras del Padre se abrieran paso entre ellos: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.” (Mt 17,5) Los discípulos atemorizados cayeron en tierra, ahora estaban escuchando a Dios hablar de manera directa e inconfundible. ¿Nos hemos atemorizado alguna vez ante la voz de Dios? ¿Hemos oído de una u otra manera las palabras que Dios nos dice y nos hemos horrorizado ante la idea de no querer cumplir Su Voluntad, o simplemente el temor de fallar? Es Cristo entonces quien se acerca a los discípulos: “levántense, no tengan miedo”. Estas palabras que ya había pronunciado en otras ocasiones, a la pecadora adúltera y en algún otro pasaje del Evangelio. No tengas miedo. No temas. ¿Por qué tenes miedo? ¿No ves que yo estoy con vos? ¿No ves que yo te traje aquí al monte? Jesús nos tiende la mano y nos dice -como a Pedro, Santiago y Juan- no tengas miedo. Y no resultan necesarias más aclaraciones, palabras o explicaciones; sino el bálsamo de la palabra suave de Jesús: “no tengas miedo, cuando te hable mi Padre”.

La dinámica del Evangelio es maravillosa y repleta de belleza, y en cada uno de los pasajes podemos encontrarnos escondidos a nosotros mismos buscando alguna respuesta o consuelo. Y allí está. En la persona de Pedro, Santiago y Juan en este caso; nos encontramos nosotros siendo invitados por Cristo a subir al monte del encuentro; nos encontramos nosotros “probando” a cuentagotas aquella felicidad completa que será luego el Banquete Celestial; nos encontramos nosotros sabiendo que aunque allí nuestra alma está bien, está en plenitud; no podemos quedarnos por siempre; nos encontramos nosotros oyendo las palabras del Padre y a Jesús diciéndonos que no debemos temer. En cada pasaje vivo somos nosotros y nuestra historia quienes estamos vivos.

Que en el próximo encuentro interior que tengamos con Jesús, Él pueda encontrarnos exclamando: “Señor, ¡qué bien que estoy aquí contigo!”.

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.