Hoy en día, la gran comunidad cristiana reconoce a Jesucristo como el Rey de nuestras vidas, por ser Él quien realiza los milagros en nosotros. En el Domingo de Ramos ese es el mismo acontecimiento que recordamos de una manera solemne.

La entrada triunfal de nuestro Señor, en un burrito, es la enmarcación de dos cosas muy importantes en el tiempo litúrgico de la Cuaresma que se vive cada año.

La primera es la presencia real de Cristo como Rey de todos nosotros y la segunda es la antesala a la Pasión. 

Remontémonos a los hechos de este día especial y de la enseñanza cubierta de ramos que cada persona lleva consigo para adorar a Cristo Rey.

Luego llevaron al asno a donde estaba Jesús y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. Mientras Él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino. Lc 19, 35-37

Debemos de partir por la escena que nos ilustra el Evangelio. Jesús hace acto de presencia mostrando una imagen de rey humilde y servicial. Y la muchedumbre comienza a seguirlo por todo su camino, pero, ¿quiénes eran las personas que conformaban esta muchedumbre?

En la época de Jesús, aquellas personas eran los habitantes de los pueblos cercanos a Jerusalén, los extranjeros, habitantes de los lugares por donde estuvo predicando y sanando Jesucristo. Hoy al mismo tiempo, esas personas somos nosotros, pues estamos seguros que es Él quien nos ha sanado y nos guía con sus predicaciones.

Este es el comienzo de la importancia de la belleza de este día. El festejo y el júbilo de reconocer a Cristo como Rey refleja una primera parte de la conversión del ser humano hacia la verdad y el amor que Él nos vino a mostrar.

Cuando nos incorporamos a esa procesión con ramos en las manos también afirmamos algo muy importante: somos los seguidores de Cristo. Y esto tiene muchas características especiales. El Papa emérito, Benedicto XVI, tiene una gran sencillez en su forma de describir qué significa ser un seguidor de Jesús.

Al inicio, en los primeros siglos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significa que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión consistía en ir con el maestro, confiar totalmente en su guía. De este modo, el seguimiento era algo exterior y al mismo tiempo muy interior. El aspecto exterior consistía en caminar tras Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior, en la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus mismos puntos de referencia en los negocios, en la profesión, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente en la voluntad de Otro. Ponerse a su disposición se había convertido en la razón de su vida. La renuncia que esto implicaba, el nivel de desapego, lo podemos reconocer de manera sumamente clara en algunas escenas de los Evangelios. Homilía de Domingo de Ramos, Benedicto XVI, 2007

Continuemos con el pasaje del Evangelio, que relata una escena de admiración y adoración por parte del pueblo. Todos aquellos seguidores se encontraban seguros y creían, naturalmente por los prodigios que habían visto hacer por parte de Jesús, pero es en el reflejo de esa imagen en la cual el pueblo que hoy camina con Jesús también demuestra esa misma adoración. Las palabras con las cuales en ese momento alaban a Cristo son las que hoy también proclamamos con alegría ya que seguimos siendo ese pueblo que sigue presenciando los prodigios del Hijo de Dios.

Quien haya sido testigo de un cambio para el bien de una persona o de una situación adversa, sabrá la belleza de la verdad y el amor que se guarda en el rostro de Jesús, aquella por la cual una cantidad impresionante de personas vieron en Él la esperanza. La misma que hoy seguimos viendo.

Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del Monte los Olivos, todos los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios en voz alta, por todos los milagros que habían visto. Y decían:

¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas! Lc 19, 37-38

El Domingo de Ramos marca un inicio y un fin. Como se dijo en el comienzo de este artículo, es una aproximación al júbilo de las personas por alabar a Jesús como el Rey de Reyes, pero también es el momento que marca el inicio de la dolorosa Pasión que se habría que vivir. La salvación de la humanidad inevitablemente conllevaba un precio que fue dado en amor.

En este día se marca el inicio de la Semana Mayor, la Semana Santa, en donde se vive el misterio de la Salvación que unifica la fe de millones personas en una sola. Y esta comienza con una celebración de aspecto dual, hay que manifestar esa alegría por ser un seguidor, pero también hay que mantenerla firme en los momentos duros que se aproximen.

Así queda claro lo que significa para nosotros el seguimiento y su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Exige que ya no me cierre en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Exige entregarme libremente al Otro por la verdad, por el amor, por Dios, que en Jesucristo, me precede y me muestra el camino. Se trata de la decisión fundamental de dejar de considerar la utilidad, la ganancia, la carrera y el éxito como el objetivo último de mi vida, para reconocer sin embargo como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de optar entre vivir solo para mí o entregarme a lo más grande. Hay que tener en cuenta que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en una Persona. Al seguirle a Él, me pongo al servicio de la verdad y del amor. Al perderme, vuelvo a encontrarme. Homilía de Domingo de Ramos, Benedicto XVI, 2007

La Semana Santa es la época predilecta del cristiano, es la razón de ser de su vida en comunidad en servicio a la Iglesia. La belleza del acontecimiento del Domingo de Ramos se complementa con la entrega a la persona que nos ha cautivado con su presencia. Porque no basta con reconocerlo como Rey, hay que actuar como los súbditos que queremos ser. Su liderazgo es la verdad y el amor, dos cualidades que nos hacen mejores personas y que nos acercan a actuar como Él, por el bien común, el bien de todos nosotros.

Es la felicidad en la renuncia, la alegría en el sacrificio, la sonrisa en la entrega de uno mismo para los demás. Llevar con emoción el ramo de olivo o las palmas a nuestro hogar significa que nos sentimos seguros con nuestro Rey, pero también debe ser seguridad de que estaremos con Él en los malos momentos, hasta el final, y no lo abandonaremos tras recibir sus gracias en nosotros.

Después de todo, nosotros no podemos huir de Cristo, solo nos escondemos de nosotros mismos. Así como las claras palabras de Benedicto XVI: “Al perderme, vuelvo a encontrarme”. Y ese encuentro es con Cristo.

Diego Quijano

Publica desde abril de 2019

Mexicano, 28 años, trabajando en ser fotógrafo, bilingüe y un buen muchacho.