G.K.Chesterton fue uno de los escritores más prolíficos que nos ha dispensado el convulso siglo XX.
Dentro de su tan vasta obra que abarca casi todos los géneros literarios existentes, encontramos uno en el que destaca con especial genialidad: la narrativa.
Y dentro de la narrativa encontramos una temática que le fascina singularmente: el policial. Y dentro del policial, una modalidad: los cuentos. Y dentro de los cuentos, un cura: el afable Padre Brown.

Este agradable, inocente y extraordinariamente sagaz detective de Dios protagoniza una serie de aventuras pródigas en paradojas, giros lógicos, eventos inexplicables y tópicos universales.
Desde un demente que se creía Dios hasta un moderno seguidor de Helios, Chesterton nos pinta con sus modernas pericias detectivescas el cuadro del misterio primigenio: la inquisición de la razón humana en desentrañar los misterios de la naturaleza, darle claridad a las paradojas y contemplar la Verdad, el rostro de Dios oculto en este contradictorio mundo de sombras.

Analizaremos, a continuación, uno de los relatos más famosos de este autor: “El Martillo de Dios”, cuya vigencia y universalidad lo convierten no sólo en uno de los mejores relatos del Padre Brown sino también en uno de los mayores cuentos filosóficos de la literatura inglesa.
Empezaremos, pues, haciendo un breve recorrido de la historia para quienes no hayan leído este relato (y a quienes instamos fervientemente que lo hagan) para luego concluir analizando su contenido, ya más filosófico y unido al pensamiento del autor.

El crimen

Ésta es la historia de un asesinato.
Nos encontramos en Bohun Beacon, un pequeño pueblito situado en una colina “tan empinada, que la alta aguja de su iglesia parecía la cima de una montaña”.
En este pueblito tenemos a dos hermanos: Wilfrid Bohun, sacerdote, y Norman Bohun, coronel, hermano mayor de Wilfrid. Ambos poseen formas de ser opuestas por entero.
Wilfrid lleva una vida pacífica, tranquila (demasiado, dirían algunos). Su iglesia se encuentra, como mencionamos, en lo más alto de una pequeña montaña, pudiendo desde tal altura contemplar todos los rincones del pueblo de Bohun Beacon. Nos describe Chesterton:

Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que aquello, más que amor a Dios era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, superior sin duda, de la misma enloquecedora sed de belleza que arrojaba al otro hermano a la vorágine de las mujeres y el vino.

Su hermano Norman, en cambio, es un opuesto bastante radical. Es un borrachín y un mujeriego (hasta se metió con la mujer del herrero del pueblo) y lleva una vida, cuanto menos, desordenada.

Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y aquella su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio.

Estos dos hermanos, como es natural, tienen sus roces, y se nos describe una férrea discusión entre ellos. Cuando Norman se encontraba de camino a buscar a la mujer del herrero (ya que éste, convenientemente, se encontraba entonces fuera del pueblo) se cruza con su hermano, surgiendo conflictos tanto por la crítica a su estilo de vida de parte del cura hacia él, como de la incomprensión del estilo de vida sacerdotal de parte del coronel hacia el cura.

—Norman —dijo el clérigo, siempre mirando al suelo—, ¿no has temido nunca que te mate un rayo?
—¿Qué quieres decir? ¿Te ha dado ahora por la meteorología?
—Quiero decir —contestó Wilfrid sin alzar los ojos— que si no has temido nunca que te castiguen en mitad de una calle.
—¡Ah, perdona! Ahora caigo: te ha dado por el folklore.
—Y a ti por la blasfemia —dijo el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán razones para temer a los hombres.

Luego los dos hermanos se separan, cada uno por su lado. Wilfrid se topa en el camino con Juan el loco, joven con problemas mentales. Norman empieza a jugar con él lanzando monedas a su boca, que siempre la tenía medio abierta debido a su deficiencia mental.
Al contemplar Wilfrid  “aquel horrible cuadro de la estupidez y de la crueldad de la tierra” apresuró el paso y se encerró, como de costumbre, en las alturas de su iglesia. Allí, entre el mármol y las imágenes, entre la arquitectura gótica y las plegarias, se sentía cómodo, seguro… por encima de todos los conflictos y horrores que sucedían en su inferior.
Sin embargo, algo ocurre. Gibbs, el zapatero del pueblo, viene a buscar a Wilfrid con urgencia.
Ha ocurrido una tragedia: su hermano Norman ha sido asesinado.

Las pericias del Padre Brown

Cuando Wilfrid llega a la escena aparece nuestro querido personaje: el Pade Brown, que en aquel momento se encontraba hablando con la mujer del herrero (¿Confesándola por su infidelidad, tal vez? Sólo Dios sabe).
El doctor allí presente nos dice algo escalofriante: Norman ha sido asesinado de un martillazo, pero la magnitud del impacto fue tan pero tan intensa, que no parece verosímil creer que un hombre pudiera haberlo hecho.

—Mr. Bohun —continuó el doctor en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo; decir que el cráneo ha sido destrozado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

La primera sospecha es clara: el herrero, hombre de gran fuerza (propia de su labor) y, a su vez, víctima de un ultraje a su honor debido al amorío de su esposa con el muerto.
Pero esto resulta imposible. Estaba fuera de la ciudad, y nunca hubiera podido llegar a tiempo para asesinarlo antes de que todos lo vieran. Además, no coincide su martillo con el arma homicida:

—No —dijo el inspector, hombre de aspecto sensible, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que el cadáver, lo hemos dejado en el sitio en que lo encontramos.

Mientras se encontraban todos aún prendidos de la posibilidad de que el herrero fuera el homicida, el Padre Brown, en cambio, examinaba el arma homicida:

El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:
—Padre Brown: parece que a usted le intriga mucho el martillo.
—Es verdad —contestó éste—. ¿Cómo es posible que sea tan pequeño el instrumento del crimen?
El doctor volvió la cabeza.
—¡Cierto, por San Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a la mano tantos martillos más pesados y fuertes?

De ahí la sospecha pasó a ser la esposa del herrero, pero tampoco es posible. La fuerza del golpe es imposible de realizar incluso para la mujer más fuerte del mundo. Porque se nos revela un detalle escalofriante:

—Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Note usted que este hombre llevaba un casco de hierro debajo del sombrero, y que el golpe lo ha destrozado como se rompe un vidrio.

Finalmente, Wilfrid llega a la conclusión con la que todos, excepto el Padre Brown y el herrero, coinciden: el culpable es Juan el Loco.

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno, es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear ese martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer las dos cosas. ¿Que el martillo era pequeño? Él es un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en un paroxismo tiene la fuerza de diez hombres?

El Padre Brown sencillamente afirma que esa teoría es falsa, y continúa en su examinación del martillo.
El herrero, en cambio, guarda una opinión mucho más singular:

(Inspector) ¿Usted no tiene sospecha de ningún hombre?
—Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero (…) Tampoco de una mujer (…). Yo creo que ningún ser de carne y hueso ha movido ese martillo —continuó el maestro con voz abogada—. Hablando en términos humanos, yo creo que ese hombre ha muerto solo (…) ¡Oh, caballeros! —exclamó Simon—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que nos cuentan todos los domingos cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que ronda invisiblemente todas las casas, quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al corruptor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillazo no es más que la fuerza de los terremotos.
Wilfrid, con indescriptible voz, dijo entonces:
—Yo mismo le había dicho a Norman que temiera el rayo de Dios.

He aquí el último sospechoso: Dios mismo.
¿Pudo ser? ¿Existía esa posibilidad? ¿Que el Altísimo, el Dios Todopoderoso mismo hubiera arrojado tal martillo desde sus moradas celestiales cual Thor a su Mjolnir?
El Padre Brown ya en esta instancia ha descubierto al verdadero asesino.
Claro está que ninguno de los presentes en aquella ronda pudo haberlo asesinado, pero tampoco Dios mismo repitió milagrosamente con aquel coronel la historia de Senaquerib.
Entonces, si no fue Dios ni un hombre quien lo asesinó, sólo queda una opción: Norman fue asesinado por un hombre que, deshumanizado, se creía poseedor del poder de Dios.
Acto seguido, para desentrañar y revelar la cuestión (luego de darle dos pistas al doctor sobre ella), decide ir con Wilfrid a la iglesia. Sube la montaña y se inserta en las escaleras, apreciando la belleza gótica en su más formidable contradicción.
Llegan entonces a un balcón de piedra, donde el Padre Brown le hace a Wilfrid ciertas observaciones:

—Creo que andar por estas alturas, aún para rezar, es arriesgado —observó el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.
—¿Quiere usted decir que puede uno caer? —preguntó Wilfrid.
—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma —contestó el otro.

Y allí, en el balcón de piedra. Allí, en las alturas. Allí, donde todo el pueblo de Bohun Beacon y sus habitantes no parecen más que una colonia de hormigas. Allí, la verdad es revelada en su más fatídica expresión.
Todo el intercambio entre Brown y Wilfrid es simplemente fascinante, y Chesterton deja aquí patente no sólo su brillante manejo de la situación y de la voz narrativa, sino su extraordinario ingenio para hacer encajar en las situaciones más paradójicas las verdades más lógicas y elementales.
Pues a Wilfrid, al cura Wilfrid, al religioso Wilfrid le fascinaban las alturas. Desde el comienzo se nos ha mencionado eso, sumado al hecho de que su iglesia se encuentra edificada en la cima de una montaña.
Pero le fascinan, no por la mera admiración de la altura, sino por el efecto que logra generar.

Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, incapaz de perdonar. Su religión escocesa es la obra de hombres que oraban en lo alto de las montañas y los precipicios, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo. La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Desde la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.

Todo, visto desde allí arriba, se ve pequeño. Su hermano, el pecador, no se diferencia mucho a tal distancia de un pequeño y miserable insecto.

Allí arriba, donde la tierra y el Cielo chocan, donde la divinidad y humanidad se confunden… allí arriba está el devoto Wilfrid, y allí abajo está el escandaloso Norman.

Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.

Si tan sólo pudiera hacer algo para cambiar a su hermano… ¡Para convertirlo! Pero no, no. Norman nunca lo escucha, nunca le hace caso ¡Tan frustrante!
¡Wilfrid quiere salvarlo porque él ya está salvado, pero él no lo deja!
¡Merece un castigo, sí, un castigo!
¡Merece el rayo de Dios!

Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido eso si hubiera tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos.

Y la tentación así se inmiscuye, y no requiere mucho esfuerzo. Tan sólo coger el martillo, el pequeño e insignificante martillo que se encuentra a un lado de la iglesia… y soltarlo, dejarlo caer…

Había algo más para tentarle: tenía en su mano uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de la gravedad, esa energía loca y feroz en virtud de la cual todas las criaturas de la tierra vuelan hacia el corazón de la tierra en cuanto pueden hacerlo.

Y el martillo acelera y acelera, cada vez más… y para cuando el martillo llega a su destino, tiene una fuerza mayor a la de mil hombres.

Algo estalló entonces dentro de su alma, y obedeciendo a un impulso súbito de procedencia indefinible, dejó usted caer el rayo de Dios.

En este momento Wilfrid intenta suicidarse lanzándose por el parapeto, pero Brown lo aferra del cuello y evita de este modo la tragedia.

No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Finalmente, luego de un intercambio final, Brown se retira, dejando a la conciencia del asesino su actuar (algo que casi siempre hace cuando descubre al culpable del crimen).
Wilfrid termina obrando de la única forma correcta, diciendo: –Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

El humus de la humildad

La humildad es un tema central en el pensamiento de Chesterton, presente en muchos y diversos escritos suyos. Sin embargo no hay ninguna otra cita de Chesterton que refleje más adecuadamente ni con mayor belleza que la misma frase que hemos visto aparecer en este cuento:

La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Desde la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.

Aquí se resume todo. El hombre grande, gigante, magnánimo, santo, es el humilde. El superhombre no es aquel gigante emancipado de la pequeñez y unido a la magnanimidad aislada de los criterios morales de los “inferiores”. Goliat no era el gigante: era David, porque sumó a su valentía, humildad, y una fue el motor de la otra porque sólo los hombres pequeños pueden hacer grandes cosas.
Sólo los hombres débiles, dice Chesterton, pueden ser valientes, porque tienen de qué temer.

Sólo el hombre humilde puede ser feliz, sólo con la humildad podemos preservar el asombro ante la realidad y las cosas, pues una vida vivida sin asombro ni humildad no es más que una tortura monótona e interminable.
Es la humildad la que renueva constantemente nuestro espíritu y evita que se encierre a sí mismo. Dios es el máximo ejemplo de humildad: el más grande, el Rey Todopoderoso se hace pequeño, miserable, por amor.
La misma etimología de la palabra revela esta realidad. “Humildad viene del latín “humilitas”, que a su vez deriva de “humus” (tierra).
Esto es ser humilde: tener los pies sobre la tierra.
Y éste fue el error de Wilfrid.

Empezó como algo bueno: enamorarse de las alturas. Pero fue ésta una conversión mal guiada, pues pudiendo santificar lo bajo hacia lo alto decidió, en cambio, alejarse cada vez más de lo bajo para aislarse cada vez más en lo alto, endemoniándose, pues también los demonios tienen alas.
Había algo que Wilfrid no había entendido, y es que “las alturas fueron hechas para ser contempladas desde abajo”. La humildad no es sólo una imposición: es una realidad ontológica. Ser humilde es andar en la verdad, ser conscientes de lo que somos. Ser humilde es ser humano. 
Wilfrid no se conocía a sí mismo porque creía conocer todo lo necesario de sí. Tanto, que le alcanzaba el tiempo para mirar en la paja ajena de su hermano como si él fuera el único con pecado de los hijos de sus padres.
Empero, quien camina sobre el cielo es siempre el que cae primero, y cuánto mayor la altura, más fuerte es la caída.

La gravedad y los diablos

Dice Chesterton en “Ortodoxia”:

Es muy fácil ser pesado, lo difícil es ser liviano. Satanás cayó por el peso de su gravedad.

La frase original dice: “Satan fell by the force of gravity”. De este modo Chesterton juega con los dos sentidos posibles de esta expresión: por la fuerza de “la” gravedad como por la fuerza de “su” gravedad, dado que tanto en un caso como en otro, es su peso lo que genera la caída. Es su falta la que lo hace caer.
Se contrapone esta frase a otra que se encuentra en el mismo libro (en la misma página, de hecho, que la anterior frase):

Los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera.

Vemos de este modo que la humildad trabaja en dos sentidos: horizontal (en relación a los otros) y vertical (en relación al Cielo).
Wilfrid cayó en ambos aspectos, pues ambos se encuentran indefectiblemente unidos entre sí.
Cuando uno se considera superior a su prójimo porque éste peca, se considera evidentemente como algo superior a un hombre, esto es, algo que no tiene pecado alguno. Ve las cosas, por tanto, al revés: cree que se está divinizado pero, en realidad, se está deshumanizando.

Se cree algo superior a un hombre por no tener pecado y termina de ese modo volviéndose un animal, una bestia, un monstruo sin conciencia de justicia ni pecado.
El pequeño cura había hecho votos, había estudiado y se había preparado para llevar almas a Dios y ayudarlas en su vida espiritual. Tenía la misión de ser un herrero de almas.
Sin embargo vió las faltas del otro como una molestia en lugar de una forja, y en vez de sacar el yunque, arrojó su martillo, pasando de ser herrero a homicida.
Brown se nos presenta como la antítesis fundamental de Wilfrid. El asesino, ante la vista expuesta de sus pecados, le pregunta horrorizado al sacerdote cómo es que sabe todo eso: -¿Es acaso usted el diablo?

Y Brown, lejos de pavonearse, da lugar a la máxima forma de humildad posible:

Soy un hombre. Por tanto, todos los diablos residen en mi corazón.

El Padre Brown da muestras de la mayor humildad y de la verdad más fundamental a la que se puede aspirar en la vida espiritual: se reconoce pecador, tiene los pies sobre la tierra. Es un hombre pequeño que se sabe pequeño, y justamente por ello es grande.

La soberbia no es grandeza sino hinchazón, y lo que está hinchado parece grande pero no está sano.
San Agustín de Hipona

La soberbia es el peor de todos los pecados porque es el único de todos que se enfrenta directamente a Dios. Por eso dicta la Palabra que Dios resiste a los soberbios (Santiago 4, 6).
Todo los pecados están mal pero nunca ninguno a tan alto grado como la soberbia, pues ella es el origen de todos los males, tanto capitales como no capitales, tanto veniales como mortales.
Es por la soberbia que cayó Satán y es por ella que pecaron Eva y Adán. Por ella cayeron Goliat y Holofernes, Sodoma y Gomorra, Egipto y Babel

La historia de la humanidad se resume en la antigua y vigente pelea del hombre entre su realidad y su deseo de querer ser más, de querer ser el dueño de su vida, de querer parecerse, inútilmente, a su Creador.

Todo intento de bajar el Cielo a la tierra y de convertir al hombre en su rey termina por volver a la tierra un infierno y al hombre en su Rey de las Moscas.
Sólo el que se humilla es enaltecido, más todo el que se enaltece es humillado (Mt 23,12).

Una exhortación

Para concluir, repasemos todos estos conceptos aplicados al relato.
Wilfrid era un herrero de Dios que por la soberbia se convirtió en victimario. Se había enamorado de las alturas, pero lejos de contemplarlas se fue separando del suelo, creyendo así que ganaba alas mientras que en realidad se las estaba cortando.

Fue, poco a poco, sintiéndose menos humano. Como en un furor platónico creía tocar el Cielo, y como un poeta hegeliano creía ser un genio, un elegido… un partícipe de la divinidad.
Norman, su hermano, esclavo del pecado, fue sometido por el martillo de un loco que se creía Dios, y ahora Wilfrid cargará no sólo con su propia alma en la que ya de por sí, como en todos los hombres, habitan todos los diablos, sino también con la de su hermano, ya que adelantó su juicio quitándole oportunidad de resarcimiento.

Wilfrid cargará toda su vida con ambos infiernos, cuyas voces jamás dejarán de gritarle hasta su muerte. Bastó un pequeño martillo para esto, un pequeño instrumento. Basta con dejarlo caer, dejarlo matar… ¿Qué curioso, no? Como una basura espacial, es pequeña hasta que comienza a acumular fuerza, sedimento, material, velocidad y fuego.
Y luego cae, explota, destruye, mata… sólo un martillo. ¿Cuántas cosas pequeñas nosotros hacemos, creyendo que no hacen daño? “Un pequeño martillo”, “una pequeña crítica”, “una pequeña palabra”, “un pequeño consejo”, “un mísero golpe”…
¿Quiénes nos creemos que somos para hacer tales cosas? ¿No es nuestro deber amar al pecador y odiar al pecado? Pareciera que ésta fue la tragedia de Wilfrid: creerse tan perfecto como para amar al pecado y odiar al pecador.

Como sucede con la mantis religiosa, fue consumido luego por su amante.
Cuidado, advierte Chesterton. No es soberbio sólo quien busca ser como Satán. Es soberbio todo aquel que critica por la espalda, todo aquel que insulta, todo aquel que se cree superior al otro y con una vida más limpia. Es vanidoso todo aquel que mira más la paja ajena que la propia, pues como la bestia hambrienta es la que más busca comida, así el más pecador es quien más busca pecado que criticar. No por nada Lucifer es llamado “el acusador” (Apocalipsis 12, 10).
Tengamos, entonces, cuidado. El león anda rugiente buscando a quien devorar, y no hace falta cometer grandes faltas para caer con nuestra soberbia al abismo.

Normalmente, no hace falta nada más que un simple martillo, una simple acción unida al pecado con su loca y feroz fuerza gravitacional.

Thiago Rodríguez Harispe

Publica desde febrero de 2022

Aunque la aventura sea loca, intento mantenerme cuerdo. Argentino. Intento poner mi corazón en las cosas de Dios. Cada tanto salgo de mi agujero hobbit y escribo cosas.