En la maravillosa omnipotencia de Dios, es quizá uno de los elementos más sorprendentes su capacidad de “transformación“. Además claro del amor, la misericordia, la justicia, la magnanimidad. Todas cualidades que hemos resaltado tantas veces a la luz de diferentes episodios del Evangelio, del Antiguo Testamento o bien de nuestra propia vida. Pero resulta menos común apreciar la “capacidad de transformación” de Dios… este poderoso atributo que Él y solo Él tiene, de convertir corazones para Sí; sin torcer voluntades, respetando la libertad que Él mismo nos diera en aquel momento de nuestra creación.

Y es que fue Dios quien dijera en el Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21, 5); todo lo hace nuevo a través de su Amor, de su poder divino. Él lo hace todo nuevo, y bien sabemos que, en Dios, todo es todo. Con absoluta certeza.

Es enorme la belleza de esta acción transformadora, y esto incluye nuestra realidad pecadora, nuestra miseria humana con la cual nacemos, vivimos y morimos; en definitiva con la cual atravesamos por completo este viaje de la vida. Aquella miseria que tanto nos preocupa y lastima interiormente a quienes —bien o mal, con acierto o error— intentamos conquistar la mayor Bienaventuranza: la Santidad.

Quedó categóricamente demostrado en el envío que Dios hace a su único Hijo para salvarnos, revelando así el acto de amor por antonomasia, por excelencia. Dios transformó la realidad de la muerte en vida eterna, venciendo al mal a fuerza de bien y resucitando de entre los muertos. Pero, con todo, Dios hizo esto para transformar la suerte humana, para torcer el destino triste y oscuro que nos esperaba. Dios hizo nuevas las almas, transformando en Gracia lo que era miseria y pecado. Quiere decir esto que nuestro corazón pecador no escapa al alcance de esta fuerza amorosa de Dios que todo lo transforma, al contrario, es también redimido.

En el Evangelio, ya cercanos a la dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, observamos un episodio triste y rotundo: Pedro negando al Señor. Pedro, que era apóstol, seguidor, enviado de Jesús, un elegido. Pedro, quien había dicho horas antes: “Te acompañaré incluso hasta la muerte”. Pedro, de quien sabemos se iba a convertir en cabeza y piedra fundadora de la Iglesia… le traiciona, le niega. Y con ello niega su propio sentido de vida: seguir al Señor. Por temor, por cobardía, por comodidad.

Y ciertamente que las negaciones de Pedro son para nosotros un signo de brutal realismo: nosotros negamos muchas veces a Cristo durante nuestra vida. Cada pecado realizado deliberadamente por nosotros, a causa del miedo, la cobardía o la comodidad; no es otra cosa que la negación del nombre de Dios, y el rechazo absoluto de su presencia en nuestra alma: “¡Señor, lárgate, porque no te necesito!”.

Y es también cierto que, al igual que Pedro, muchos de nosotros lloramos amargamente luego de haberle negado. Porque entendemos el mal que hemos hecho —o parte de él— a Dios, a Aquel que se ha crucificado por ese pecado mío.

Aquí se sigue un segundo peligro: la desesperanza. Dice Chesterton que el demonio nos tienta antes del pecado diciendo que no tendrá consecuencias, y luego de él diciéndonos que lleva consecuencias imperdonables. Y es entonces cuando podríamos pasar de ser Pedro a ser Judas, cuya mayor equivocación no fue entregar al Salvador sino creer que su culpa era tanta y tan repugnante que siquiera el corazón amoroso de Dios podía perdonarla; cayó en la desesperanza y fue empujado al abismo de una muerte solitaria y triste, perdiendo así la oportunidad de conocer la belleza del perdón de Dios.

Fijémonos con cuánta belleza nos enseña León Magno acerca de estas negaciones de Pedro:

 Según parece fue permitida esta vacilación para que en el príncipe de la Iglesia tuviese principio el remedio de la penitencia, y nadie se atreviera a confiar en su propia fortaleza, cuando ni el mismo San Pedro había podido evadirse del peligro de la inconstancia. San León Magno, sermones 60, 4

Para que nadie se atreviera a confiar en su propia fuerza”. Claro, esto tiene sentido: si los grandes Santos han pecado, si el mismo Pedro que acompañó a Nuestro Señor en sus días en la tierra, le negó tres veces por temor; entonces yo, en mi humanidad, menos puedo fiarme de mis fuerzas para evitar el pecado. Pero cuidado, que no nos sirva esto de excusa; sino de advertencia para no colocar en nosotros la confianza sino en Dios, en su fortaleza y Gracia y en esta fuerza transformadora que Él puede conceder a cualquier corazón arrepentido.

La diferencia crucial entre Judas y Pedro, está en el postrero actuar: el primero desesperó; el segundo, humildemente, dejó que se le perdonase y más aún, se redimió primero con sus lágrimas de dolor, luego con sus obras, con su prédica, con su Fe.

En el huerto, rezando solo y dando paso a los primeros sufrimientos; Cristo ya te vio. Cristo te vio y a todos tus pecados y decidió cargar contigo y con ellos hacia el monte y morir, dándoles muerte también. Él ya lo sabía, y quiso perdonarte. Si acaso ahora quieres imitar al Señor, sé misericordioso contigo mismo y, como Pedro, atrévete a llorar amargamente para luego permitir a Dios sacar fruto abundante de tu vida, transformarla en un pequeño milagro de perdón.

Felices tus lágrimas, santo Apóstol, que tuvieron la virtud del santo bautismo para borrar la culpa de la negación. Intervino, pues, la diestra de Nuestro Señor Jesucristo, para impedir tu precipicio cuando ya caías; y recobraste la fortaleza de perseverar, en el mismo peligro de caer. Pronto, pues, se rehabilitó Pedro, como quien recibe una nueva fuerza; y en tanto grado, que el que entonces se había asustado de la pasión de Cristo, permaneció después constante sin temer su propio martirio. San León Magno, sermones 60, 4

Felices tus lágrimas Pedro, y felices lágrimas de todos los pecadores arrepentidos que, aunque supieron primero clavar a Dios en la cruz, supieron luego hacer gala de la inmensa misericordia divina y acabaron por hacer de sus vidas un testimonio viviente de este poderío salvador: Dios perdonando al pecador y convirtiéndole en apóstol, en fiel seguidor, en enviado. ¡Bendito sea Dios en su inmenso Amor!

Agustín Osta

Publica desde noviembre de 2019

Católico y argentino! Miembro feliz de Fasta desde hace 12 años. Amante de los deportes, la montaña y los viajes. Amigo de los libros y los mates amargos. Mi gran Santo: Pier Giorgio Frassati. Hijo pródigo de un Padre misericordioso.