Ya hace un par de semanas que volví de mi viaje a Tierra Santa, pero parece que mi mente y mi corazón siguen estando allí. No os voy a mentir si os digo que quizá sea este artículo el que más me esté costando escribir. Acabo de rezar al Espíritu Santo para que me ilumine sobre cómo contaros mi experiencia, porque si ya en persona me cuesta, imaginaos escribirlo. Pero me veo en la necesidad de compartirlo con vosotros. Las buenas noticias, las alegrías, pierden su valor si se dejan de compartir. Y algo que me han repetido muchas veces a lo largo del viaje es que esta experiencia hay que compartirla. A pesar de que sea como cuando escribes una carta a tu enamorado, hay tanto sentimiento y tu corazón rebosa de tanto amor, que piensas que las palabras se quedarán cortas. Porque así he vuelto yo: enamorada.

Enamorada de la Tierra de Jesús, enamorada del lugar del mundo en el que Dios fijó su mirada. Lo que me ha hecho sentir más cerca de Él y de las personas. Es muy fuerte pensar esto, pensar que desde donde yo estaba Dios escucharía de una manera directa mi corazón, porque Él estuvo allí. 

Estas humildes tierras me han hecho sentirme mucho más cerca del Cielo, pero tan cerca que a día de hoy sigo deseando volver, porque por unos días he sentido la Gracia de experimentar una mínima parte de lo que sería estar junto a Dios. He experimentado tal paz y felicidad que la vuelta a mi realidad, a mi vida cotidiana, se me ha hecho dura. O no diría dura, sino extraña.

He vuelto como en una nube, un poco evadida de lo que ocurría a mi alrededor, y pensando continuamente en los días en los que estuve en Tierra Santa. Recordando las calles de Nazaret en las que estuvo la Virgen María, y que allí se produjo la decisión que cambiaría el rumbo de la historia: su a ser la Madre de nuestro Salvador. Recuerdo estando en la Basílica de la Anunciación la reacción de una amiga del grupo: «¿No os pasa que aquí os entran ganas de decirle un “sí” puro y sincero a Jesús?». Como el que Le dijo la Virgen María en ese mismo lugar. Pedí porque mi vida se fundamentara a raíz de decirle a Cristo que sí, y por lo tanto que mi vida, mis deseos, mis decisiones… no me llevasen a otra cosa que no fuera a Ellos. 

Tras unos días en Nazaret nuestra alma se iba empapando del misterio y de la paz que suponía estar allí, preparando nuestro corazón para llegar a Belén, donde nuestra misión era pasar varias mañanas con los niños de un orfanato.

Íbamos con una idea bastante clara de qué hacer con los niños, compramos materiales para hacer actividades, hicimos un planning muy detallado para cumplirlo estrictamente, pero cuando llegaron los niños, nos encontramos con que la realidad era completamente diferente. Porque Dios actúa así, nosotros nos montamos un plan determinado, pero Dios llega a nuestra vida y nos rompe nuestros esquemas.

Los niños y adolescentes lo que querían era que pasásemos tiempo con ellos jugando, bailando, hablando, etc. Y así me vi yo, varios días al mediodía, a pleno sol jugando al baloncesto, intentando hablar lo mejor que podía inglés debido a mi lamentable nivel. Conociéndome lo vería imposible en otra ocasión: ¿yo jugando baloncesto y que no sea por obligación? Me salía de mi interior pasar cuanto más tiempo pudiera con aquellos niños, tan alegres y maduros, con una vida muy dura a sus espaldas.

Esta fuerza interior que salía de mí era de Jesús, aquel que ama a los niños y que cuando estuvo en la tierra decía:

Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el Reino de los Cielos. Mt 19, 14-15

Estar en aquel orfanato hacía que incluso me sintiese más cerca de Él, sabiendo apreciar más la belleza que tenía a mi alrededor.

Jerusalén y los Santos Lugares me hicieron caer en la cuenta del gran regalo del que estaba siendo partícipe: estaba en los lugares donde Dios decidió hacerse hombre y morir para nuestra salvación, para hacernos libres. El Santo Sepulcro, la Vía Dolorosa, el Monte de los Olivos, el Calvario… ¿y yo he podido estar ahí? Saber que lo que pude contemplar: el mar de Galilea, su orilla, los montes que lo limitan, el cielo estrellado de Jerusalén, están en la retina de Jesús. Seguramente que a Él también Le fascinase algo tan simple como contemplar la belleza de las estrellas, o quedarse ensimismado escuchando las olas del mar. 

Mar de Galilea
Mar de Galilea

No me ha sido del todo fácil volver a mi ciudad, habiendo estado en todos estos lugares, sabiendo mínimamente lo que sería estar junto a Dios. Experimentando una felicidad y una paz que pocas veces he podido sentir de una manera tan fuerte. Pero Jesús, sabiendo lo bien que estaba en el Cielo, decidió bajar a la tierra; sabiendo que Él era el mismo Dios, actuó como un hombre cualquiera, incluso estuvo treinta años sin darse a conocer, dedicándose a su formación, a la Virgen y a San José y a los demás.

Meditar sobre esto me ha hecho entender que mi alma, mi mente  y mi corazón no se pueden quedar ahí, por muy bien que estuvieran. Jesús quiso estar en la tierra, quiso involucrarse en todo, quiso mostrarnos la belleza de la vida. Por lo que mi misión también es estar aquí, incorporando todo lo vivido a mi experiencia, y que me ayude a ver la vida con otros ojos: con la mirada de Jesús.

Los últimos días del viaje los sacerdotes nos repetían que Dios es la circunstancia que tenemos delante. Y es cierto, porque de nada sirve evadirse en el recuerdo, cuando Dios está presente en el Calvario de los que sufren, en el Monte de los Olivos de todos aquellos que se sienten abandonados, en el Mar de Galilea de aquellos que Le buscan.

Y yo, quiero ser Su cirineo, y gracias a todo lo que he recibido en este viaje, el cirineo de todos los que necesiten que su cruz sea menos pesada.

Beatriz Azañedo

Publica desde marzo de 2019

Soy estudiante de humanidades y periodismo. Me gusta mucho el arte, la naturaleza y la filosofía, donde tenemos la libertad de ser nosotros mismos. Procuro tener a Jesús en mi día a día y transmitírselo a los demás. Disfruto de la vida, el mayor regalo que Dios nos ha dado.