La belleza es importante para los seres humanos. Así como nuestro cuerpo requiere oxígeno para respirar, de la misma manera nuestra alma anhela la belleza. Podemos encontrar esta belleza en la naturaleza y en otras personas, pero también tenemos el maravilloso don de ser capaces de crearla, mediante obras de arte.

Dice San Juan Pablo II en su Carta a los Artistas: “La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro”. Es por tanto una escalera que conecta nuestro mundo con el Cielo, lo natural con lo sobrenatural. Es una clave no solo en el sentido de que sea importante, sino de que es una clave de acceso: cuando la contemplamos, podemos entrar en el misterio. Es como un destello de la luz de Dios que se hubiera colado en este mundo gris, y, si lo tomamos, nos servirá como puerta de entrada para penetrar cada vez más en todo ese otro mundo, el Reino de Dios.

La belleza nos da gusto, nos hace ver que hay más en esta vida que la utilidad y la practicidad, nos recuerda que la naturaleza humana no solo se realiza haciendo, sino también simplemente siendo, contemplando. Y nos devuelve la esperanza: en el mundo, que tiene más cosas buenas de las que a veces vemos; en los demás seres humanos, al comprobar nuestra capacidad de crear belleza y no solo de destruirla; y en Dios, creador de toda belleza, Belleza en sí, a quien nos debe remitir lo bello que contemplamos.

La belleza puede verse entonces como un camino. Y es que es el resplandor de lo bueno y lo verdadero, y la mejor manera de llegar a estas dos cosas es a través de la belleza. Especialmente en esta sociedad tan relativista, donde lo bueno y lo verdadero son conceptos que se ponen en duda, como si dependiesen de lo que cada persona piense o sienta. Pero todavía seguimos siendo capaces de percibir la belleza.

Si mostramos la belleza de la vida cristiana, la gente se sentirá atraída a ello, vivirán lo bueno, y entonces cuando llegue la doctrina la sabrán aceptar como verdadera, de un modo natural, no forzado. Esto lo podemos y debemos hacer principalmente con nuestro ejemplo de vida, pero otro medio privilegiado es el arte.

En definitiva, la belleza de los objetos particulares ha de llevarnos a ascender escalones hasta la Belleza en sí, la de Dios. Y, precisamente por esto, debería preocuparnos que la propia belleza esté ahora amenazada. Es el último enemigo que se resiste a la dictadura del relativismo, pero cada vez se ve sumida en una mayor confusión.

Belleza objetiva y subjetiva

El teólogo Dietrich von Hildebrand distingue entre lo subjetivamente satisfactorio y lo objetivamente valioso. Es un gran problema cómo esto se está perdiendo en nuestra sociedad, de manera que esta capacidad para percibir la belleza se va diluyendo. Ahora, se considera que todo es subjetivo, y sobre todo se repite una y otra vez que la belleza es subjetiva. Por eso, por ejemplo, alguien puede decir que le gusta más una tela rota con dos brochazos que un cuadro de Leonardo da Vinci.

Se cree que el arte puede ser definido según las categorías de lo subjetivamente satisfactorio, es decir, “me hace sentir mejor” o “me hace sentir peor” en su sentido más banal, como si estuviéramos hablando de elegir entre la tortilla de patata con o sin cebolla. Esto mata el camino de la belleza porque es autorreferencial, esto es, nos quedamos en el yo, cómo YO veo, cómo YO siento, lo que a MÍ me dice.

En cambio, el verdadero arte debería encuadrarse siempre en lo objetivamente valioso, que precisamente por ser objetivo nos saca del yo y nos remite a una realidad superior que es la fuente de ese estándar. Es valioso en sí, es bello en sí, porque es una puerta a la trascendencia. Más allá de su estilo, su técnica o el tema, vemos en él ese resplandor de lo bueno y lo verdadero que de forma natural atrae a nuestra alma y nos empuja a ir más allá.

Cúpula de San Pedro del Vaticano, Caballero de Arpino.

Pero, ¿cómo ha de ser un arte objetivamente valioso?

Las tres cualidades de lo bello según Santo Tomás de Aquino son integritas (integridad, compleción, que haya un sentido unitario pleno), consonantia (armonía, que todas las partes estén ordenadas correctamente hacia ese todo) y claritas (irradiación, luminosidad, esplendor). Esa es la belleza de una vida: que esté completamente dirigida hacia Dios, que todas nuestras acciones vayan en consonancia con ese objetivo, y que irradie esa paz y alegría profundas que brotan de todo ello. El arte debería ser un ejemplo para esto.

Una obra bella, en el sentido que aquí le estamos dando a la palabra, debe también cumplir estas tres cualidades. Ser íntegra, es decir, que tenga un significado de belleza trascendente, que no haya sido hecha porque sí, para vender, para vanagloria del artista u otros fines bajos. Ser armónica, esto es, que la manera de representar sea la correcta para ese fin, frente a la deliberada búsqueda del feísmo y lo grotesco, que puede tener un objetivo aceptable de crítica, pero que cuando es algo generalizado en el mundo del arte priva a las personas de esa belleza de la que necesita alimentarse el alma. Y claridad, que irradie todo esto mediante la fuerza expresiva, lo cual en última instancia proviene de cuánto quiera el artista transmitir esa belleza al mundo a través de su obra, de cuánta pasión y significación le ponga.

Cuando una obra de arte tiene estas características, contemplar su belleza nos hace ascender hacia lo bueno y lo verdadero, y en última instancia hacia Dios. Incluso si no es de temática religiosa, aunque obviamente sea más sencillo si lo es.

Belleza en el arte contemporáneo

No obstante, los artistas contemporáneos ya no parecen estar interesados en la belleza. Hoy en día, literalmente cualquier cosa puede considerarse arte, y cuanto más absurda es una obra, mayores alabanzas recibe por parte de los críticos. Es más, adjetivos como irreverente y ofensivo se han convertido en cualidades positivas, y a veces las únicas que se pueden destacar en una —así llamada— obra de arte.

Sin embargo, tampoco podemos condenar todo el arte contemporáneo indiscriminadamente. Hay muchos grandes artistas que no han cedido al culto a la fealdad, que es al mismo tiempo la sublimación de la pereza, del mínimo esfuerzo. Estos siguen creando verdaderos tesoros para los ojos y para el alma, aunque por desgracia no reciban la atención que merecen por parte de lo medios de comunicación y de los círculos culturales.

Quizás el más conocido de entre estos, en círculos católicos, es Marko Ivan Rupnik, autor de varios espacios de mosaicos en la Catedral de la Almudena de Madrid. Pero también podemos citar a Virginia Wieringa con sus cielos nocturnos; a Sandra Lubreto Dettori con sus tiernas imágenes de reminiscencias prerrafaelitas; a Yongsung Kim con los impresionantes efectos de sus paisajes religiosos; a Maria Ivaniuta con su arte minimalista semi-abstracto, entre otros. Sin olvidarnos de todos los artistas de la fotografía cuya obra podemos admirar gratuitamente en Cathopic.

Mosaico de Marko Ivan Rupnik en la Iglesia de San Pío de Pieltrecina, San Giovanni Rotondo (2008)

Quiero terminar simplemente con una invitación a que experimentes esta belleza por ti mismo. Parar un rato para contemplar arte bello y deleitarse no es un lujo, es una necesidad. Visita una buena página web o, si puedes, ve físicamente a un museo, una catedral o una iglesia con arte. Si te ha sido dado un don para ello, no dejes de crear belleza. El mundo necesita ese resplandor de Dios.

Paola Petri Ortiz

Publica desde marzo de 2019

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Historiadora reconvertida en emprendedora, entrenadora personal y nutricionista. Apasionada de la salud espiritual, mental y física. Enseñando a cuidar de nuestro cuerpo como Dios cuida de nuestra alma. Aprendiendo a dejarme amar por el Corazón de Jesús.